«Vale más canción humilde que sinfonía sin fe». J.C.

El verso del epígrafe es el último de la Elegía que escribiera Miguel Hernández (el gran poeta de la Guerra Civil española) en homenaje a su amigo Ramón Sijé. Ambos amigos viven ya, por siempre, en el poema. Para muchos (entre los que me incluyo) es un modelo en su especie –la elegía– como el “Ojos claros, serenos…”, de Gutierre de Cetina, lo es del madrigal. Son expresiones fidedignas de dos sentimientos como son la amistad y el amor, sentimientos tan comunes, como la muerte y la vida, y por ello tan difíciles de tratar poéticamente. Rilke recomendaba a su joven corresponsal (el joven poeta de las cartas) que evitase los temas de ese tipo (el amor, la política, etc.) porque ‘tantos poemas grandes se han escrito con ellos que para un joven poeta se convierten en retos infranqueables’. No dejaba de tener razón Rilke. Aunque habría que hacerle un añadido: esa dificultad no es materia de prevención sólo para los jóvenes. El lugar común es opuesto a la poesía pues ésta debe proponerse como algo nuevo.

Valgan estas palabras introductorias para mitigar la aprehensión que me causa el tener que cumplir con una obligación de conciencia que me impone el fallecimiento de mi amigo, Luis Alberto Ruidías Reyes. Porque sé que todo lo que pueda decir de él será insuficiente y hasta inconvincente. Porque las palabras empalidecen cuando se trata de que sean fieles a un valor tan inapreciable como es la amistad, y más aún si quien la cultivó en vida –como es el caso de Lucho Ruidías– lo hiciera de una manera excepcional. Lucho Ruidías no fue sólo un gran amigo. Fue un excelente profesor. Esta afirmación estoy seguro que no dejarán de refrendarla los docentes y estudiantes de la Facultad de Ingeniería Industrial de la Universidad Nacional de Piura, en la que dictó cátedra (en el estricto sentido del término: como instrucción y como educación). Fue un gran amigo y un gran docente incluso en esos momentos en que se exasperaba (hasta la indignación) cuando veía que algunos colegas o alumnos incurrían en deslices o acciones que dejaban mucho que desear, porque no se ajustaban a las normas de la institución o a las de la integridad personal, humana.

Existe entre nosotros la costumbre de loar a las personas cuando mueren, incluso a quienes no lo merecen. Porque se tiene la errada idea de que la muerte lo borra todo. Y yo pienso que no es así. No debe ser así. Cualquier reconocimiento post morten debe estar refrendado por vida. Vida digna, aunque esté aureolada por la pobreza (o, mejor, por esto mismo). Por eso estas palabras quieren ser sólo una despedida tardía al amigo: un día antes hablé por teléfono con él y quedé en visitarlo al día siguiente, el mismo de su muerte, pero al llegar a su domicilio había sido trasladado al hospital; llamé a su celular, y fue en vano.

No voy, pues, a ponderar sus virtudes morales, ni he de resaltar su gran calidad humana, tampoco hablaré de su alto nivel profesional. Es demasiado tarde para ello. Sólo diré –en diálogo interior con él–: Lucho, me dejas el gran ejemplo de tu amistad, de tu valor para enfrentar las adversidades, de tu cólera contra la corrupción y los corruptos. Lucho, el mejor homenaje que te puedo hacer es decirte que –pese a quien le pese– voy a seguir ese ejemplo que nos dejas como recuerdo, como espejo de dignidad.