Análisis del poema «El buen sentido» del conjunto de Poemas en prosa  

Por: Julio Carmona

Antes de trabajar con mis herramientas de lector sobre estos singulares poemas de César Vallejo, es oportuno precisar cuáles son esos instrumentos a emplear. Y, como ya he tenido oportunidad de decirlo en los «Prólogos» de los tres primeros libros de Vallejo para no iniciados1, el principio básico es tener la certeza de que se va a trabajar con oraciones, y no sentir la inhibición de admitirlo solo por el hecho de que se trata de textos poéticos. Ciertamente, no es lo mismo la oración del texto poético que la del texto informativo. Pero lo que no debe seguirse de esta diferenciación es que dejemos de procurar comprender (como primera condición) lo que significan, denotativamente, las palabras en ambos tipos de oración.

En el caso del texto informativo esa comprensión no va más allá del único sentido, denotativo, que las palabras tienen en el diccionario. Pero cuando se trata del texto poético esa comprensión resulta ser insuficiente, porque el lector literario advierte que hay algo más allá de aquel sentido denotativo. Y ese lector trata —debe hacerlo— de encontrarle otro (u otros) sentido (s) (que el autor ha cubierto con un velo —de su propiedad— a esas palabras). Al hacer eso, el lector estará entrando al nivel connotativo del texto. Y, en este caso, es recomendable hacerse esta pregunta: ¿Qué ha querido decir el autor en esta oración? Pongo el ejemplo de las dos primeras oraciones del texto inicial titulado «El buen sentido» del conjunto Poemas en prosa, de César Vallejo.

En la primera oración, «—Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París.», es evidente que el sujeto emisor de la oración está entablando un diálogo con el sujeto receptor, ubicado en la misma oración, y le está «informando» de la existencia de «un sitio [ubicado] en el mundo» [es un lugar del mundo, dice] «que se llama París». Se ve, pues, que a esta oración del texto poético no estamos obligados a darle más comprensión que la que su sentido denotativo expresa. Lo único que cabe preguntarse es si ese «diálogo» se da con la presencia física del receptor o si es un receptor imaginario, ideal. (Y, si se recurre a la biografía del autor, se deberá elegir la segunda opción).

En la segunda oración, «Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.», siguiendo el hilo de la primera, se puede decir que solo falta exteriorizar el verbo «ser» (tácito): ‘Es un sitio…’, y su comprensión lógica se prolonga hasta los adjetivos: «grande y lejano» (además del adverbio «muy» que modifica al primero, para exagerar su tamaño); pero la frase siguiente: «y otra vez grande», desde el punto de vista de la lógica gramatical, resultaría redundante: pues sería como decir: ‘Un sitio grande, grande’; pero no lo es tal para la lógica poética, que busca maximizar ese tamaño que se vio tiene un adverbio aumentativo «muy grande», y al que se le agrega el modo adverbial: «otra vez», es decir, que es una hipérbole para hacer más extenso lo ya dimensionado, como si se tratara de compararlo con la aldea santiagueña que es el lugar conocido por la madre. Pero, además, en la frase «otra vez grande» se tiene la sensación de que ese sitio crece constantemente, y que no hay posibilidad de que deje de crecer. Y adviértase que todo lo dicho hasta aquí es algo que yo he agregado, como lector, porque lo considero implícito en el texto; pero no figura explícitamente en él, o sea que es un sentido adicional que yo he hecho, y eso ya no es denotativo, sino connotativo: es lo que el lector agrega que no necesariamente sería coincidente con lo pensado por el autor (si es que se pudieran cotejar ambos sentidos).

Por otro lado, obsérvese que las dos oraciones conforman un párrafo. Y este es un dato que se añade a mi instrumental de lector. Pues, así como en el caso de la lectura de los textos líricos realizada en los tres libros que preceden a este, en aquellos establecí que las estrofas eran o son el tope de lectura parcial, que debe separarse, momentáneamente, para desarrollar mejor la interpretación del poema. En el caso de la prosa, es el párrafo el que marca esa pauta. A continuación, transcribo el texto completo del poema en prosa que nos ocupa:

«El buen sentido»2.

—Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.

Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.

La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, infraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.

Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!

Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.

—Hijo, ¡cómo estás viejo!

Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!

Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo:

—Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande.

La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales descienden suavemente por mis brazos.

INTERPRETACIÓN DEL POEMA «El buen sentido»

—Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande. (1)

(1) Aquí no queda sino remitir al lector a la relectura de la introducción de este artículo en la que analizo esta estrofa conformada por dos oraciones, y donde adelanto que lo expresado en ellas no exige mayor esfuerzo que lo denotado por las palabras que las conforman, de tal suerte que solo falta esclarecer si lo comprendido de ellas se relaciona con la referencia a París que, como se sabe, en la realidad, el locutor poético solo podía hacer la descripción de esa ciudad estando en ella, y, para entonces, la madre ya había fallecido, y ella como receptor poético resulta serlo en forma idealizada. Máxime si en el texto es la única vez que, de forma directa, se dirige a ella en calidad de segunda persona (aunque vuelva a repetir estas oraciones en la penúltima estrofa). Después, lo hará, en todo el poema, de manera indirecta: en tercera persona. Paso al siguiente párrafo.

Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar. (2)

(2) La presencia de la madre en el poema refleja, de manera subliminal, la soledad que asola al locutor poético en esa ciudad enorme, en la que difícilmente puede tener una compañía permanente. Y es una soledad que, seguro, es parte de su recuerdo, en relación con sus otros viajes (de los que más adelante hablará: «porque yo he viajado mucho», numeral 8). Y esa soledad no solo se manifiesta dentro del lugar donde se hospeda, sino fuera de él. Y el ajustarse el cuello del abrigo, implica el hecho inminente de abandonar el recuerdo de la madre. Y la frialdad del solitario no es «porque empieza a nevar», como dice, esa frialdad se manifestará recién en su salida a la calle (que es, entonces, que empezará a nevar) pues ya no tendrá ni siquiera el recuerdo de la madre como compañía y abrigo. Luego, sigue el siguiente párrafo:

La mujer de mi padre está enamorada de mí (3), viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. (4) Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. (5) Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, infraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados. (6)

(3) Hay críticos que sugieren existe en la poesía vallejiana una obsesión edípica. Y yo imagino que al leer ellos esta expresión: «La mujer de mi padre está enamorada de mí», seguro, llegaron al éxtasis interpretativo. Por mi parte, mi primera reacción fue relacionarla con unos versos de la novela3 de Mario Benedetti, El cumpleaños de Juan Ángel, en la que el protagonista dice: «(…) entiéndanme apenas tengo ocho años / y eso significa caramelos de menta (…) y maestras de guardapolvo blanco / de las que estoy condenado a enamorarme / nada más que para no defreudar a freud…4» (1971: 12). Y, claro, de eso se trata, de que los hijos varones a la primera mujer que conocen en su vida es a su madre (y en orden de aparición siguen las maestras) ‘y están condenados a enamorarse de ella (s) solo por no defraudar a Freud’. Pero lo que propone el locutor poético, al menos en este poema, es otro complejo edípico: el complejo de Yocasta: la madre que se enamora del hijo. Pero no es el enamoramiento erótico (sensual, carnal), o sea que no es —como sugiere Alejandro Susti— que la madre «se convierte en objeto de deseo a la vez que objeto deseante» (Varios, 2010: 46-47. Cursiva mía); es decir que ni en el párrafo citado ni en los otros de «El buen sentido» hay indicios de eso; cuando Susti habla de la ‘madre como objeto de deseo’, se trata del amor filial y cuando lo hace de la ‘madre como objeto deseante’, se trata del amor maternal5.

(4) Este complemento de la oración principal se proyecta, asimismo, como una oración subordinada, con dos verbos en gerundio «viniendo y avanzando» y lo hace de dos maneras, primera: «de espaldas a mi nacimiento», obviamente, el estar de espaldas a algo es porque ya pasó, que pertenece al pasado, pero que no descarta sino que condiciona la razón de ser y de sentirse hijo y, segunda, «de pecho a mi muerte», es como si la madre avanzase poniendo su pecho protector contra la muerte (futura) del hijo. En los dos casos no hay tal clausura de la identidad del hijo, como sí asegura Susti.6

(5) Y de esa relación (madre/hijo), el locutor poético dice sentirse o ser «dos veces suyo», de pertenecerle a la madre por partida doble: la partida de nacimiento y la partida de defunción; la del nacimiento que concluyó al partir él del entorno familiar con el adiós a la madre, y la otra que se dará (a futuro) cuando él fallezca y eso constituya un retorno o «regreso» (en espíritu) a su lugar de origen (muy lejos de París); pero esa doble pertenencia, convierte a la madre en una puerta: de salida y de entrada. Y por eso dice: «La cierro, al retornar», es decir, al abandonar el recuerdo y, a la vez, salir de la habitación —en la que queda la madre en forma de recuerdo— y ‘retornar al mundo real’, instante este en que cierra la puerta real y la puerta del recuerdo (que es la madre).

(6) Por el hecho de que exista ese amor maternal, «Por eso» —dice el locutor poético— es que siente que los ojos de ella le «dieran tánto» (y le siguen dando, en el recuerdo) que la siente «justa de mí» la que actuó con justicia en sus justas (peleas o certámenes literarios): «por obras terminadas», y hasta en sus enredos incorrectos («infraganti de mí») «por pactos consumados»: un ejemplo claro de esta intervención conciliadora de la madre (por un enredo incorrecto) se puede cotejar en el poema LXXIV de Trilce). Paso al siguiente párrafo:

Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? (7) A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más! (8)

(7) Obsérvese la reiteración de esta forma lexical: «confesa de mí, nombrada de mí», que antes se ha visto: «justa de mí», «infraganti de mí» (y, más adelante, dirá: «Llora de mí», «entristece de mí»); pero la expresión «confesa de mí», tiene relación con las expresiones (ya citadas: «justa de mí», «infraganti de mí») por su tesitura judicial, como cuando se dice convicto y confeso, y, en este caso, da más énfasis a esa justicia ‘confesa [enamorada] de mí’, aunque eso responda a que él la ha ‘nombrado así’: «nombrada de mí», como si rectificara: ‘nombrada así por mí’, y, más aun, el locutor poético busca dar sustento a su atestado jurídico, con una prueba que él da por definitiva: «¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos?» Y bien se sabe (y el locutor poético también, ¿quién no?) que las madres siempre manifiestan «más» afecto por el último hijo (que es el caso de CV).

(8) Y esa diferenciación afectiva la ratifica mencionando al hijo mayor (de los doce) que, también es usual, suele acaparar el cariño maternal, aunque no sea acción duradera, por su mismo envejecimiento. Y retorna a su propio caso, y busca justificarlo, dice ‘tal vez’ «porque yo he viajado mucho» y sus ausencias causaban preocupación en la madre por ser, precisamente, el menor de todos, creyéndolo indefenso y no bien preparado para afrontar la vida. Lo que obliga al locutor poético a concluir que, ‘por haber viajado mucho’, él ‘ha vivido más’.

Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. (9) Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste. (10)

(9) A la palabra «acuerda», en este caso, se la puede cargar con dos acepciones (de entre otras que da el diccionario): a. «Resolución premeditada de una sola persona» que alcanza a la oración poética: «Mi madre acuerda carta de principio», es decir, que ella esperó siempre: una carta con un color cierto de su retorno al hogar, y b. El vocablo «acuerda» se usa en pintura como «armonía del colorido de un cuadro», que encaja con la parte conclusiva de la oración: «principio colorante a mis relatos de regreso.»

(10) Aquí se ratifica esa espera de la madre: «Ante mi vida de regreso», pues ella recuerda el primer viaje del hijo en su vientre, viaje que duró el latido de sus dos corazones, y es un recuerdo que la ruboriza y —en realidad— «se queda mortalmente lívida», porque para ese parto dio algo de su vida, y más se pone lívida «cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso.» En la noche del estado gestante el locutor poético dice haber sido dichoso (como consta «en el tratado del alma»). Y sospecha que la madre se pone triste porque no está ella para mitigar la falta de dicha del hijo que está fuera y lejos de ella; por eso dice el locutor poético: «Pero, más se pone triste», y agrega: «más se pusiera triste» si pudiera verlo pasar todas las vicisitudes amargas de su viaje vital:

—Hijo, ¡cómo estás viejo! (11)

Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo! (12)

(11) Y, como corolario de esa tristeza, dice que la madre exclama: «—Hijo, ¡cómo estás viejo!» Y esta expresión me trae al recuerdo la escena de Cien años de soledad, en la que Úrsula Iguarán dialoga con Aureliano Buendía, su hijo. Transcribo el fragmento:

«Desde el momento en que entró al cuarto, Úrsula se sintió cohibida por la madurez de su hijo, por su aura de dominio, por el resplandor de austeridad que irradiaba su piel. Se sorprendió que estuviera tan bien informado. “Ya sabe usted que soy adivino”, bromeó él. Y agregó en serio: “Esta mañana, cuando me trajeron, tuve la impresión de que ya había pasado por todo esto.” En verdad, mientras la muchedumbre tronaba a su paso, él estaba concentrado en sus pensamientos, asombrado de la forma en que había envejecido el pueblo en un año. Los almendros tenían las hojas rotas. Las casas pintadas de azul, pintadas luego de rojo y luego vueltas a pintar de azul, habían terminado por adquirir una coloración indefinible.

—¿Qué esperabas? —suspiró Úrsula—. El tiempo pasa.

—Así es —admitió Aureliano—, pero no tanto.» (García Márquez, 1986: 104).

(12) Y, en el caso que nos ocupa, el locutor poético vuelve a aludir al ‘acuerda el principio colorante’ visto arriba, y dice que la madre «desfila por el color amarillo a llorar», color amarillo que es el de la lividez, de su estado mortal, «porque me halla envejecido, [dice] en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro»: es decir, en su capacidad de lucha («la hoja de espada») y contra la muerte, lo cual se refleja ‘en la desembocadura de su rostro’. Y ese estado del hijo impacta en el llanto de la madre, por lo que él dice: «Llora de mí, se entristece de mí.» Y se pregunta: «¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo?» que equivale a decir: ¿por qué se preocupa por mi vejez, y no lo hace por la de mi hermano? Y, luego, siguen otras reflexiones con un tinte poético/filosófico, en torno a la acción del tiempo, tan obvia, que no debería preocupar a las madres sobre el envejecimiento de los hijos, si jamás la edad de estos alcanzará a la de ellas, aunque igual avanza en su dirección, y por eso llega a la conclusión de que los hijos cuanto más se acaban más se aproximan al acabamiento de sus padres. Pero lo definitivo del llanto de la madre es que: «… llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo!»

Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. (13) Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. (14) Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. (15) Le digo entonces hasta que me callo: (16)

(13) Con esta frase poética el locutor poético da a entender que no se separó de la madre mientras estuvo en su vientre (ver el párrafo con los numerales 9 y 10); pero, dice que ‘su adiós partió de un punto externo de su ser’, y será ‘más externo al punto de su ser al que retorna’ (o retornará cuando muera él).

(14) Por eso llega a la conclusión de que conforme se amplía el paso de los años para que pueda regresar a donde está ella, entonces, ese acrecentamiento del tiempo se convierte en la «causa» de la preocupación de la madre, y, así, se va alejando más de ella (de su adiós primero), siendo más el hombre que el hijo.

(15) Y en esa separación de tiempos, dice, «Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas.» El «candor», la pureza, la inocencia (el buen sentido, de su relación afectiva): el amor de él, el amor de ella y el tiempo que los «alumbra» y son «tres llamas».

(16) Y es así que el locutor poético (para aliviar esa preocupación materna), cada vez que está con ella a solas, en el recuerdo, y hasta que se queda en silencio, pues debe salir al mundo, y este mundo en ese momento es París… Le dice:

—Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande. (17)

(17) Y al hacer eso, de informarle cuál es el lugar donde se encuentra, está cumpliendo con hacerle llegar esa carta que ella acuerda, esa «carta de principio colorante a mis relatos de regreso» (numeral 9).

La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales descienden suavemente por mis brazos. (18)

(18) «La mujer de mi padre» (frase que se ha leído en el tercer párrafo) es una forma de decir, de manera indirecta: mi madre, me sigue amando y con ella converso (y, en el buen sentido, no hay complejo de Edipo que valga para interpretar este poema), y, en el recuerdo —se reafirma el locutor poético— la veo almorzar, porque vive en mí, y aunque sé que son «sus ojos mortales» yo sé que ella es inmortal, pues, siento que me mira desde su inmortalidad. No se olvide, nunca, el verso de Trilce, poema «LXV»: «Así, muerta inmortal». Transcribo las dos últimas estrofas:

Así, muerta inmortal. Así.

Bajo los dobles arcos de tu sangre, por donde

hay que pasar tan de puntillas, que hasta mi padre

para ir por allí,

humildose hasta menos de la mitad del hombre,

hasta ser el primer pequeño que tuviste.

 

Así, muerta inmortal.

Entre la columnata de tus huesos

que no puede caer ni a lloros,

y a cuyo lado ni el Destino pudo entrometer

ni un solo dedo suyo.

 

Así muerta inmortal.

Así.

Notas

1 Bajo ese título genérico he publicado mis lecturas de los dos primeros poemarios de CV, Los heraldos negros, y Trilce, mientras que la del tercero, Poemas humanos, aun está inédita.

2 Pienso que este título bien puede ser complemento de lo dicho en la parte introductoria, respecto de la búsqueda del sentido que el lector hace en su lectura del poema. Es como si el autor (o locutor poético o yo lírico) cuidase de que se mal interpreten algunas expresiones que hay en el poema, como, por ejemplo: «La mujer de mi padre está enamorada de mí», y adelanta la salvedad de que ‘todo está dicho en el buen sentido de la expresión’. Y, por otro lado, ese buen sentido, tiene concomitancia con otras expresiones que en los libros anteriores ha puesto en uso CV, por ejemplo: «perdonen la tristeza» («Fue domingo en las claras orejas de mi burro», de Poemas humanos) expresión que es equivalente a: «así se dice en el Perú —me excuso» del poema «Ello es que el lugar donde me pongo» de Poemas humanos, y a esta otra: «digo, es un decir» (repetido tres veces) del poema XV de España, aparta de mí este cáliz.

3 No extrañe que diga: «versos de la novela», porque no es que en ella se interpolen esos versos, sino que toda ella está escrita en verso.

4 El apellido de Freud está escrito así con minúscula en el texto citado, pues todas las palabras que debieran estar con mayúscula ahí están impresas con minúscula; asimismo, no se usa ningún signo ortográfico (comas u otros).

5 «El amor es un tipo especial de trabajo creador. Claro que sí, el amor se expresa de manera privilegiada en el campo de los afectos y en la dinámica relacional de los sentimientos, pero el amor se expresa fundamentalmente en la dimensión de los proyectos existenciales compartidos, como expresión especial de sabiduría solidaria: bondad y ternura, compasión militante. La que recibe más atención, muchas veces injustificadamente, es la relación de pareja, a sabiendas que hay múltiples formas y modos de amar; sin embargo, lo más generalizado, es la búsqueda de lo más próximo al “amor incondicional”: la relación entre una madre y una hija. En tal sentido, si el amor se entiende como un trabajo creador especial es fundamental comprender la importancia estratégica de desarrollar competencias amatorias, pues el amor como “trabajo creador” implica la capacidad personal de suscitar en la persona amada lo mejor de sí misma» (Ricardo Oliveros Mejía, texto tomado de la Internet).

6 Dice Susti: «La primera oración (“La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte”) supone una temporalidad anterior al nacimiento del hijo, lo cual conlleva a anular la identificación del sujeto poético como “hijo” (…)» (Ibíd.).

Referencias bibliográficas

Benedetti, Mario (1971). El cumpleaños de Juan Ángel. Montevideo: Biblioteca de Marcha.

García Márquez, Gabriel (1986). Cien años de soledad. Bogotá: Oveja Negra.

Susti, Alejandro et. alt. (2010). Umbrales y márgenes. El poema en prosa en el Perú contemporáneo. Lima: Universidad de Lima.