El título de este artículo, a más de uno, ha de parecerle paradójico, en tanto la corrupción es -por definición- el mal uso de las normas legales para beneficio del corrupto. La expresión más patética y típica nos la proporciona la dupla Fujimori-Montesinos (y toda su cohorte: incluidas las Marthas, a quienes -si bien no se les ha encontrado flagrancia venal- no se las puede exonerar de responsabilidad por el solo hecho de haber aceptado ese desmadre legal). El cambiar la Constitución cuantas veces les vino en gana, el incumplirla otras tantas y el usarla de estropajo -con “interpretaciones auténticas”- para dar visos de legalidad y decoro a todas las aberraciones o mugres jurídicas que perpetraron, constituye un argumento en contra de lo expresado en el título, es decir que: la corrupción no tiene base legal.
No obstante, cabe recordar la tristemente célebre expresión: “Hecha la ley, hecha la trampa”, para admitir que la trampa va “incluida” dentro de la ley, y, entonces, rendirnos ante la evidencia y llegar a la conclusión que la base legal de la corrupción está en la misma ley. Mas no por culpa de ella misma, sino de los corruptos que están, como buitres detrás de la carroña, al acecho de la ley para manipularla, desnaturalizarla, corromperla. Es lo que hacen los funcionarios públicos cuando modifican los estatutos y reglamentos de las instituciones para que las normas no se conviertan en frenos sino en esclusas de libre acceso de sus apetitos voraces.
Pero, ¿qué mejor respaldo legal pueden tener los corruptos de la administración pública que las desatinadas intervenciones de sus más altas autoridades? Que -por ejemplo- el Poder Ejecutivo haga que el Consejo Nacional de Descentralización se fusione a la Presidencia del Consejo de Ministros, sabiendo que eso le correspondía dirimirlo al Poder Legislativo, o que el Presidente de la República diga que no va a cumplir con lo dispuesto por la sentencia de la Corte Interamericana de Costa Rica, sabiendo que está atentando contra una de las obligaciones de su cargo (“Cumplir y hacer cumplir las sentencias y resoluciones de los órganos jurisdiccionales” Constitución, Art. 118º, inciso 9), y otras incongruencias más, no sólo implica estar transgrediendo la Constitución, sino que además se está estimulando a los funcionarios de la administración pública a transgredir también sus normas específicas.
Y es pertinente decir aquí que el proyecto presentado por una de las Marthas de Fujimori que busca la privatización de la educación es también anticonstitucional. Aunque ya en la Constitución del japonés fugitivo está el embrión de este engendro, pues en el Artículo 17º se desliza la “pérdida de la gratuidad” por bajo rendimiento y por contar con recursos económicos necesarios. Lo cierto es que éste es un atentado más contra las clases populares, a las que -definitivamente- no pertenecen ni Fujimori ni su Martha, pero a quienes se puede aplicar el aforismo de: “Ya no se acuerda la vaca cuando fue ternera”, porque sus estudios universitarios ellos sí los hicieron gratuitamente. La gratuidad de la enseñanza no es una dádiva del Estado; es un deber. Un famoso economista, James Stoner, dice: “Si un Estado piensa que la educación es cara, hablémosle de la ignorancia”.