La prestidigitación es definida como el “arte o la habilidad de hacer juegos de manos y otros trucos para distracción del público”. No de otra manera debe denominarse a la vocación de mago que demuestra tener el actual mandatario
del Perú. Es, realmente, un “prestidigitador”. Veamos algunas de sus proezas. Para “distracción del público”, sacó de la manga la “pena de muerte” (a sabiendas de que era inviable), y luego se la pasó -en sordina- a sus conserjes del Congreso para que la asumieran como propia. Y de su fracaso (por esa inviabilidad ya señalada) no se podrá culpar al gran Blacamán (o Blacalán).
Después, hizo desaparecer (del nivel comprensivo de su público) la obligación de cumplir con el mandato de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, e, igualmente, hizo que esa argucia la asumieran sus principales instrumentos de ventriloquia (Del Castillo, Mulder, Cabanillas) con el objeto de aminorarle el peso de esa farsa, porque los entendidos en la materia lo han dicho en todos los tonos: los mandatos de la Corte se cumplen sí o sí, salvo que se quiera convertir al Perú en una nación paria, es decir: “excluida de las ventajas de que gozan las demás, e incluso de su trato, por ser considerada inferior”.
Más adelante, se la agarró con el SUTEP y (asumiendo la imagen de las brujas medievales que transformaban a las gentes en sapos o endriagos) lo convirtió en el monstruo causante de la desgracia en que está sumida la educación en el Perú. Y le envió el paquete a su “misterio de educación” para que “evaluara” a los maestros, adelantando que el resultado no iba a ser personificado, a sabiendas de que iba a ser calamitoso; no obstante, ha hecho público reconocimiento de quienes sobresalieron en dicha evaluación, al más típico estilo de las cuestionadas premiaciones escolares que se traían por los suelos la autoestima de la mayoría de alumnos; porque, si no figuro en el ínfimo grupo de los mejores, ¿cómo demuestro que no estoy en el grupo de los peores?
Y lo último de Blacalán: achicar el avión presidencial. Es verdad que en la campaña electoral habló del tema: vender el avión “coquero” de Fujimori y “parrandero” de Toledo. Y el gran mago (ilusionista entonces) agregó que él iba a hacer uso de vuelos comerciales para desplazarse. Pero ahora resulta que se trataba de “desarreglar un santo, para arreglar otro”. Y, para mayor efecto en la distracción del público, Blacalán dice que si el avión pignorable servía a una sola persona, con su venta se beneficiará a más de ochocientos mil niños porque, con el producto de la venta: treinta millones de dólares que costó, se construirá un hospital infantil; pero no dice que el viejo avión ya no se venderá por el precio que costó sino por algo parecido a lo que costará su nuevo avión, que también seguirá sirviendo a una sola persona (él). En conclusión: no se ha hecho sino cambiar los caprichos de otros por el capricho propio, o, para decirlo en lenguaje nigromante: ‘desaparecer a la agraciada ayudante del escenario, para hacerla aparecer en la cama del mago’.