«Vale más canción humilde que sinfonía sin fe». J.C.

Uno de los mitos difundidos, en los últimos tiempos, es que se instruye en la escuela y se educa en el hogar. La instrucción se deja para el maestro; la educación, para los padres. Pero -como todo mito- parte de una creencia difundida y arraiga en la sinrazón. Puede ser que los tecnócratas de la educación quisieran invertir los términos e inventaron o copiaron la propuesta de la «educación centrada en el alumno», y pretendieron convertir al maestro en un facilitador y al alumno en el creador de su propio conocimiento. Pero resultó que el alumno con ese rol de investigador forzado, cargó en los padres el esfuerzo investigativo, y éstos se vieron obligados a descuidar su misión de educadores para suplir la de instructores que correspondía a los maestros de escuela, y éstos, finalmente, redujeron su actividad a supervisar los trabajos grupales y a evaluarlos y a calificarlos, es decir, han comprimido incluso su aporte instructivo. Y, desde luego, no han adoptado un rol educador.

En ese panorama, es la educación la que sale perdiendo. Porque si bien el educar (como acción informal, inherente al ser humano, que abarca a toda la vida del individuo) se condice más con el ámbito hogareño, no menos evidente es que la escuela (como orden formalizado de la acción educativa) también debe inmiscuirse en lo formativo, no quedarse sólo en lo informativo. Lo informativo crea ciencia, lo formativo crea conciencia. Lo informativo instruye, lo formativo educa. Pero informar y formar son las dos caras de una misma moneda. ¿No se ha visto devaluada la profesión médica porque su perfección tecnológica no marcha acorde con un respaldo humanitario?, ¿y no ocurre igual con el docente matemático que se aprovecha de la dificultad de su materia para intercambiar notas por dividendos? (salvando siempre cuanto se salva por sí mismo).

En ese ambiente desequilibrado, en el que prima el acomodo personal, antes que el interés social, en donde se ve -como dice el poema de Brecht- que «la actriz no triunfa porque es linda, sino que es linda porque triunfa», es decir, donde se valora la apariencia y no la esencia, donde para triunfar -por último: como dice el tango-: «da lo mismo que sea un burro, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón»; en ese ambiente, ¿sirve de algo una instrucción sin educación?, ¿ayuda a crear buenos ciudadanos la información sin formación? ¿Cómo puede un alumno universitario ser distinto al profesor que le ha comprado el voto para «adueñarse» de la Universidad y seguir manejando sus dineros para continuar corrompiendo a otros alumnos y, también, a otros docentes? Todo «por un puñado de dólares» (como en la vieja cinta de Clint Eastwood). Lo más probable es que ese profesor corruptor de alumnos también pasara por esa «escuela» en que hubo otro profesor que lo corrompió a él, y no hace sino actuar dentro de un círculo vicioso, del mismo modo como se dice que quien fue violado de niño, adquiere el vicio de la pedofilia.

Tiene que hacerse toda una reingeniería social. La educación -como la sociedad en su conjunto- está «patas arriba»: valiosa imagen con que Eduardo Galeano da título al libro que trata de «La escuela del mundo al revés», en la que -dice Galeano- «el plomo aprende a flotar y el corcho a hundirse. Las víboras aprenden a volar y las nubes a arrastrarse por los caminos.» Este libro instruye y educa. Leámoslo.

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