En homenaje al ochenta aniversario de vida de Gabriel García Márquez, voy a tratar un tema que descubrí en su primera obra leída por mí, pues las otras que él había escrito con anterioridad, las leí después de solazarme con «Cien años de Soledad».
Casi al final de la obra aludida, cuando el descalabro de Macondo es inminente, resurge con prestancia la figura del viejo librero catalán, de quien ya se ha venido haciendo alusión en varios pasajes anteriores de la obra. Y ahí se nos dice que él ha decidido abandonar Macondo (porque intuye su debacle) y regresar a su natal Cataluña. Ya hasta ahí los lectores sabíamos de la cercana amistad entablada entre el viejo librero y un grupo de jóvenes -entre los que está el alter ego de Gabo- y además se barrunta entre ellos una relación docente en torno al arte literario. Y este tema es el decisivo a relevar aquí.
Todos esos jóvenes, que acudían al local del viejo, tenían la curiosidad remordida porque nunca habían podido acceder a las hojas escritas por él, que «Estuvo media vida en la calurosa trastienda, garrapateando su escritura preciosista en tinta violeta y en hojas que arrancaba de cuadernos escolares, sin que nadie supiera a ciencia cierta qué era lo que escribía. Cuando Aureliano lo conoció tenía dos cajones llenos de aquellas páginas abigarradas (…), y desde entonces hasta cuando se fue había llenado un tercero, así que era razonable pensar que no había hecho nada más durante su permanencia en Macondo».
Se ve, pues, con este personaje, la descripción del escritor nato, de aquel que identifica vivir con escribir. Pero, de inmediato el narrador aclara el asunto: «Su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de respeto solemne y de irreverencia comadrera». Y en esto hay algo de poética, es decir, yo creo percibir ahí la base teórica de la concepción literaria del propio Gabriel García Márquez.
Resulta que uno de los jóvenes discípulos sustrajo unos escritos que el viejo guardaba en esas cajas. Y lo hace porque él no les permitía leer lo que escribía. El joven se mete las hojas en el bolsillo, pero se olvida de ellas y las pierde en la casa de las chicas alegres. Y cuando el viejo se entera, se muere de la risa y dice que: «aquel era el destino natural de la literatura», es decir: perderse en el burdel. ¿Hay falta de respeto a la literatura en esa frase? No. Hay realismo: la literatura sirve para enriquecer la vida. Y por eso debe volver a la vida. (El burdel es la metáfora de la vida).
Pero, de manera contradictoria, el mismo sabio catalán -cuando ya está en la estación del tren de regreso a su lejana Cataluña- y en su afán de llevarse todas las cajas que contenían sus escritos, se puso más furioso que un basilisco cuando los empleados del tren quisieron poner las cajas en el vagón de carga. Y explotando en improperios cartagineses, dijo: «El mundo habrá acabado de joderse el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga.» Es decir, ahí se da el equilibrio dialéctico: Es importante la literatura, pero no lo es tanto como para creer que ella lo es todo.
Si no dosificamos esa importancia de la literatura en la formación educativa, corremos el riesgo de ver invertidos los valores. Y por allí puede aparecer otro Alonso Quijano que querrá salir vestido de caballero andante, alocado por la fantasía, o puede repetirse el caso del niño que se aventó de la azotea de su casa intentando volar como Superman, o que las niñas se crean Madame Bovary y los niños se identifiquen con el joven Werther, es decir, que lleguen al suicidio por confundir fantasía y realidad. Pero también se busca el equilibrio que evite el criterio de quienes ven en la literatura algo que no sirve ni para entretenerse al momento de estar sentados en el baño.