«Vale más canción humilde que sinfonía sin fe». J.C.
«Si no vives para servir, no sirves para vivir», este es el lema de:
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(Reproducimos aquí una parte del Capítulo III, del libro de Julio Carmona, El mentiroso y el escribidor. Teoría y práctica literarias de Mario Vargas llosa (2007), en la que se demuestra que el calificativo de “escribidor” (un escritor que comete errores) que se le atribuye a MV en el título del libro, no es un exabrupto o una exageración. Lo de “mentiroso” tiene que ver con sus despropósitos en lo que concierne a la teoría literaria. Esta publicación la haremos en dos entregas. Juan Víctor Alfaro). 

En esta revisión de la narrativa de MV nos vamos a centrar en la búsqueda de aquellos elementos de base que sustenten el segundo término del título (del libro aludido): el escribidor. Es decir, vamos a demostrar que el confusionismo teórico visto en los capítulos precedentes se manifiesta también en sus errores de escritura. Y esta obnubilación se demuestra -en principio- con una atingencia que el mismo MV hace en la presentación a una edición de Los Jefes y Los Cachorros (1982). Ahí, aludiendo a la época en que escribió Los jefes, dice:

«Me gustaba Faulkner pero imitaba a Hemingway. Estos cuentos deben mucho también al legendario personaje que, en esos años precisamente [1961], vino al Perú a pescar delfines y cazar ballenas. Su paso nos dejó un relente de historias aventureras, diálogos parcos, descripciones clínicas y datos escondidos al lector. Hemingway era una buena lectura para un peruano que comenzaba a escribir hace un cuarto de siglo: una lección de sobriedad y objetividad estilísticas. Aunque había pasado de moda en otras partes, entre nosotros todavía se practicaba una literatura de campesinas estupradas por ignominiosos terratenientes, escrita con muchas esdrújulas, que los críticos llamaban “telúrica”. Yo la odiaba por tramposa, pues sus autores parecían creer que denunciar la injusticia los eximía de toda preocupación artística y hasta gramatical.» (p. IX.)

En principio, hay que rectificar el dato referido a Hemingway. En Cabo Blanco (puerto de la costa norte peruana) hasta ahora recuerdan que el escritor norteamericano venía, exclusivamente, a pescar ejemplares del famoso pez espada (llamado “merlín” por los lugareños) que abunda en esas aguas, y no ‘a pescar delfines ni a cazar ballenas’. Como lo indica Víctor Borrero Vargas en su cuento “Cabo Blanco” (que da título al libro): “Ya sé -dijo- usted viene a Cabo Blanco en busca de historias, esto me hace recordar a Hemingway (…) ese gringo venteado que vino por el merlín dorado de mil kilos.” (Cabo Blanco, Piura, Editorial Santa Ángela, 2002, p. 83).

Y, por otro lado, MV está exagerando la nota respecto a la literatura que se practicaba en esa época (a comienzos de los sesenta), ya que si con esa expresión hace referencia a los escritores de las décadas anteriores (que por entonces todavía publicaban): Arguedas, Alegría, Hernández, Izquierdo, etc., no es cierto que sus temas se redujeran a los que él señala ahí, y menos puede restringírseles calidad artística; el hecho de que esa calidad sea distinta a la que él preconiza no quiere decir que fuera inexistente o deficiente. El mismo MV, haciendo su paralelo con otros escritores del “boom” dice que “no hay un denominador común en lo que se refiere a criterio estético, a criterio artístico.” Los contrarios no se anulan por ser diferentes; la diferencia, en todo caso, los hace independientes, con cualidades peculiares, cada cual.

Y hay más, porque si lo relativo a lo artístico es una exageración, cuando se refiere a la gramática se vuelve injusticia. Pues se puede discrepar del canon estético de los autores mencionados, pero no se les puede mezquinar el uso adecuado de la lengua, en el que son maestros. Y quizá más que el mismo MV. A ellos no se les hubiera ocurrido usar la siguiente construcción gramatical: “era una buena lectura para un peruano que comenzaba a escribir hace un cuarto de siglo”, pues seguro habrían escrito: ‘era una buena lectura para un peruano que hacía un cuarto de siglo comenzaba a escribir’ (estableciendo la correspondencia entre los dos pretéritos imperfectos, o copretéritos, como los llama Andrés Bello).

Y yendo al nivel del significado, no cabe la relación de ‘haber empezado a escribir hacía un cuarto de siglo’, pues si lo que quiso decir es que tenía veinticinco años cuando Hemingway llegó al Perú (1961) coincidente con la época en que escribió Los jefes, no puede decir que ‘hacía un cuarto de siglo que había empezado a escribir’, pues se entiende, entonces, que lo hizo desde el momento de nacer (1936, más un cuarto de siglo = 1961).

Aquí es pertinente mencionar otras fallas de escritura de MV que lo desautorizan como censor, en ese sentido, de los escritores aludidos. En Conversación en la catedral, describe cómo un ave de rapiña (halcón o gavilán, no se precisa) atrapa a ¿una iguana? (así, con interrogación.) Pero lo más probable es que no fuera una iguana porque es demasiado grande para un halcón o un gavilán (a no ser que se tratase de un águila o un cóndor, que en los desiertos de la costa peruana no los hay), y, de tratarse de halcón o gavilán, la presa debió ser, en todo caso, una lagartija. Pero MV hace la siguiente descripción: “el ave rapaz aleteó a flor de tierra, la atrapó con el pico, la elevó, la ejecutó mientras escalaba el aire, metódicamente la devoró sin dejar de ascender.” (p. 111). El error radica en que el ave de rapiña no atrapa a sus presas con el pico sino con las garras, y, además, es imposible que el ave devore su presa en pleno vuelo, esto lo hace siempre detenida. Y el error se proyecta líneas más adelante cuando dice que el ave rapaz: “Seguía subiendo, digiriendo obstinado y en tinieblas…” Y, en primer lugar, no se olvide que está hablando del ‘ave rapaz’, que es femenino, y, no obstante eso, MV la califica con el adjetivo masculino ‘obstinado’ (segunda cursiva de la cita.) Y, en lo que respecta a la primera cursiva, al ave le correspondía subir “ingiriendo”, mas no “digiriendo”.

Asimismo, también aquí es pertinente traer a colación las observaciones de tipo gramatical que el psiquiatra Carlos Alberto Seguín hace a la novela Elogio de la madrastra, en especial la que sigue: “¿No debería haberse dicho ‘Elogio a la madrastra’ en lugar de ‘Elogio de la madrastra’? En el primer caso se usa la preposición a, que indicaría destino: se elogia a alguien; en el segundo caso de parece más bien indicar que el elogio se origina en la madrastra (pues de “manifiesta de dónde son, provienen o salen las cosas o las personas)”. Es tan evidente el yerro denunciado por el doctor Seguín que hay críticos de MV que no escriben el título del libro como realmente aparece (Elogio de la madrastra) sino como debió ser: “Elogio a la madrastra”, y es el caso de Miguel Gutiérrez, que lo hace así, en su libro Los Andes en la novela peruana actual, al consignarla en la bibliografía.

Crítica de fondo a algunas de las novelas de MV

Sería redundante referirse a las bondades artístico-literarias de la obra de MV. Es casi un tópico, al que se han referido -con mayor solvencia- críticos y estudiosos renombrados de la literatura. Hacemos, no obstante, la salvedad porque no es ése el tema de interés que anima a los comentarios que pensamos hacer aquí. Obviamos incidir en él, mas no porque lo consideremos negligible, sino porque -por su misma evidencia y contundencia- suele obnubilar o velar algunos niveles de fondo de su labor literaria. Por ejemplo, la alusión -directa o sesgada pero siempre, ex profeso, encizañante- a ciertos personajes históricos (e inclusive ficticios pero emblemáticos) con la intención evidente de devaluar su imagen. Esto hace que se pueda asumir -para calificarla- la expresión popular de la “mala leche”, es decir: tener mala intención al hablar de alguien. Y, en este caso, se cumple lo ya dicho respecto de la “bondad artística”, que se pone al servicio de un accionar siniestro, con el -a veces- consiguiente “pasar por alto” del lector. Nosotros nos despojamos de la venda y preferimos incidir en la crítica de fondo a algunas de las novelas de MV. Mas no lo haremos en orden de aparición de las mismas. Comenzaremos con la más celebrada: La guerra del fin del mundo (LGFM).

Hay ciertas novelas a las que se suele volver, de vez en cuando, como a hontanares a los que se acude para calmar una sed inefable. Una de esas novelas para nuestra sed es El Quijote de la Mancha. Y es así que al releer últimamente algunos de sus capítulos y como paralelamente estábamos haciendo la relectura de LGFM, resultó que -tanto en una como en otra, novelas- llegamos a encontrar -salvando muchas distancias- algunas coincidencias. Y una de ellas, probablemente la más visible, es la intrincada profusión de historias que hay tanto en la obra de Cervantes como en la de MV. En relación con ese tapiz de arabescos de LGFM, el narrador hace decir a uno de los personajes que: “Canudos no es una historia sino un árbol de historias” (p. 433). Y, asimismo, hace sentir a otro de sus personajes, el Barón de Cañabrava, que: “esas casualidades, coincidencias y asociaciones lo ponían sobre ascuas.” (p. 472).

Y, en el caso de El Quijote, Cervantes, también sobre el particular, dice: “Cide Hamete Benengeli, fué (sic) historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio, de donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos cuentan las acciones tan cortas y sucintamente, que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero ya por descuido, por malicia o ignorancia lo más sustancial de la obra.” (I, 16. La negrita es nuestra). De esta cita de Cervantes destaquemos aquel ‘descuido’, que él achaca a los ‘historiadores graves’, para referirnos a continuación a algunas de las coincidencias acusadas, y, precisamente, sobre la base del descuido. Veamos.

En la vorágine de LGFM, en el meollo de la aventura de uno de los personajes, éste es despojado de sus alforjas que, junto con los caballos en que viajaban él y un guía, se llevó un grupo de rebeldes de Canudos, interceptándolos cuando Galileo Gall (que es el nombre del personaje en cuestión) y el guía (de nombre Ulpino) se dirigían hacia allá. Y, así, leemos: “Pero la pérdida de los caballos había sido también, la de las alforjas con provisiones y a partir de entonces mataron el hambre con frutas secas, tallos y raíces” (p. 254). Y para reforzar esa situación de laceria o precariedad absoluta, en la página siguiente (255), hay un diálogo en el que Galileo “Preguntó a Ulpino [el guía] cuándo llegarían. Al anochecer si no había percances. ¿Qué percances? ¿Acaso tenían algo qué robarles?” Sin embargo, cuando -unas páginas más adelante- el guía abandona a Gall, éste reacciona de la siguiente manera: “Que Ulpino lo hubiera extraviado deliberadamente, le producía tanta angustia que, apenas aparecía en su cerebro esa sospecha, la expulsaba. Para abrirse paso en el bosque llevaba una gruesa rama y prendida al hombro, su alforja.” (p. 279). [Todas las cursivas son nuestras]. Y aún vuelve a insistir más adelante: “Corría acezante, rasguñado por la caatinga, bajo trombas de agua, enlodándose, sin saber dónde iba. Conservaba el palo y la alforja, pero había perdido el sombrero”  (p. 280).

Felizmente, no se le ocurre después hacerlo aparecer con el sombrero bien puesto, como por arte de birlibirloque. Pero lo cierto es que la alforja ha debido ser uno de esos “demonios” o “fantasmas” que tanto preocupan a MV, y se le escapó; de tal suerte que no pudo controlar su desaparición y aparición mágicas. Y lo peor de todo es que se convierte en un elemento ripioso puesto que (salvo como abalorio de utilería) la tal alforja -existente o inexistente- no aporta nada al desarrollo de la historia. No pasamos por alto la posible atingencia que pudiera hacerse a nuestra observación de que en el momento del despojo (v. cita) se habla de “alforjas con provisiones”; pero es inverosímil pensar que las mesnadas de Canudos (dirigidas por delincuentes avezados) hubieran tenido la sutileza de discriminar qué tipo de alforjas debían llevarse; por lo demás no se nos dice la diferencia entre las alforjas con provisiones y la de la aparición mágica, y, finalmente, el solo hecho de andar con una alforja habría despertado la codicia de otros asaltantes y, por lo tanto, saldría sobrando el comentario de Galileo: “¿Qué percances? ¿Acaso tenían algo qué robarles?” (o sea que era consciente de no tener nada).

Y un descuido similar recordamos de la lectura paralela que hacíamos en El Quijote. En una de las aventuras del personaje, cuando a su escudero le roban el burro, el narrador, a poco trecho de la historia, lo hace montar nuevamente como si nada hubiera ocurrido; resolviéndose más bien el hecho del robo (la recuperación del burro) varias páginas más adelante.

Pero, antes de continuar con nuestro propósito de mostrar comparativamente los descuidos aludidos, queremos precisar que no recordamos el descuido de Miguel de Cervantes para atenuar el yerro de MV. La comparación no trasciende los límites de la errata. De esto somos conscientes. Más aún si se confrontan las condiciones de uno y otro para escribir sus obras. Debemos, más bien, concluir diciendo que los atenuantes para el caso cervantino (condiciones adversas para escribir, presiones de los acreedores y prisiones de los calumniadores, etc.) resultarán ser agravantes para el de nuestro coetáneo.

Pero sigamos con el paralelo. En El Quijote, el ilustre poeta empieza enumerando a las personas más allegadas al protagonista. Y dice: “Tenía en su casa una ama que pasaba los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.” Y es el caso que ese ‘mozo’ (a diferencia del ama y la sobrina) no vuelve a aparecer en el discurso narrativo. Esa mención y la omisión subsiguiente lo convierten también en un ripio, en un elemento inútil y, por tanto, perfectamente prescindible sin menoscabo de la obra.

Algo similar ocurre en LGFM (salvando siempre la distancia debida, que equivale a una distancia de vida). Al narrar MV los avatares de un personaje protagónico, “el Beatito”, precisa que tenía una hermana. Y subraya que: “A la niña se la llevó su madrina, que fue a trabajar en una hacienda del Barón de Cañabrava.” (p. 20). Subrayamos lo de la ‘hacienda’ porque esa vaguedad (una hacienda, en tanto después se ve que el mencionado barón tenía varias) ratifica nuestro planteamiento de que tal personaje (la niña) es omitido en todo el curso de la historia, pese a que puede ser confundido con otro personaje femenino (por un lector que recuerde la p. 20 entre las quinientas y tantas del libro y sin ningún otro indicio) como veremos a continuación. Y obsérvese que la omisión (y resultado ripioso) debe hacerse extensiva también a la tal “madrina”.

Pero pongámonos en el caso del lector ‘advertido’; él tiene que inquirir por la inserción posterior del personaje aludido en la historia, sino con todo derecho puede considerar como un ripio su mención inicial. Y, en tal sentido, en la LGFM, a la identificación con otro personaje femenino abona la presencia de Jurema, personaje importante que “pertenecía al barón”, dirá Galileo Gall dando cuenta de ella como esposa de Ulpino, el guía. Y agrega Gall: “Pertenecía, sí, como una cabra o una ternera. Se la regaló para que fuera su esposa.” (p. 81). Y puede sospecharse de Jurema como la ‘posible hermana’ del Beatito, en tanto es ella la única criada del barón de que se habla cuyas características son probables de ser asumidas para tal efecto (aunque nunca llegue a precisarse, ratificarse o confirmarse esa relación.) De ella dirá el mismo narrador: “habló de su infancia en la hacienda de Calumbí, al servicio de la esposa del Barón de Cañabrava, una mujer bellísima y buenísima.” (p. 173). Y, por su parte, el barón -enterado de su azaroso itinerario-, en un diálogo, pregunta: “¿Dice usted que se enamoró de Jurema? -insistió. Tenía, de pronto, la absurda sensación de que su antigua doméstica de Calumbí era la única mujer del sertón, una fatalidad femenina bajo cuyo inconsciente dominio caían tarde o temprano todos los hombres vinculados a Canudos” (p. 475). Hay que precisar que de Jurema se enamoran Galileo Gall, Pajeú y el periodista miope (además de Ulpino, su esposo). Y, en efecto, el narrador tiene que hacer la aclaración porque es poco verosímil esa coincidencia de pasiones varoniles confluyendo sobre una misma mujer. Y esto es algo que, con la misma sensación de inverosimilitud, se puede apreciar en el caso del personaje ‘Teresa’ de La ciudad y los perros (de quien se enamoran el Esclavo, Alberto y el Jaguar).

Pero en esa trayectoria del personaje Jurema no se incide en el nexo familiar, en su relación de posible parentesco con el Beatito, manteniéndosela como un personaje independiente. Incluso cuando Jurema llega a Canudos y su acción gravita decisivamente en los acontecimientos, despertando -por ejemplo- el amor de Pajeú, uno de los asesinos que rodeaban al Consejero, leemos: “Maravillado, el Beatito entiende por qué el Consejero, en ese instante supremo” (antes de morir) “se ha acordado de los forasteros que protege el padre Joaquim” (entre los que está Jurema). “¡Para salvar a un apóstol! ¡Para salvar el alma de Pajeú, de la caída que podría significarle tal vez esa mujer!” (p. 480). Y es la única vez que el Beatito piensa explícitamente en ella. Pero la última vez que se da una cercanía “física” de ambos es cuando ‘los forasteros’, incluida Jurema: “estaban en el cuartito de las beatas, la antesala del Consejero, y por las rendijas Jurema veía, arrodilladas, al Coro Sagrado y a la Madre María Quadrado y los perfiles del Beatito y del León de Natuba” (p. 492).

Entonces, la pesquisa, en el desarrollo del personaje Jurema, por buscar esa relación que ate el cabo suelto de la hermana del Beatito, no llega a trascender el nivel de la sospecha, la misma que, finalmente, se esfuma, pues (como ya adelantáramos) el Barón de Cañabrava tenía no una sino muchas criadas, como así también haciendas (Canudos lo era), y ello no indica que Jurema sea la hermana ya que su presencia en una hacienda del barón (como se dice en la p. 20) no es suficiente indicio para creer que se trate específicamente de Calumbí donde es ubicada Jurema. En conclusión, pues, en este caso, el deslinde definitivo (y esperado por el lector zahorí) no es sustentado ni por la acción o pasión de los protagonistas ni, en todo caso, por la alusión explícita del narrador (necesaria para la ratificación del hecho inquirido); necesaria, insistimos, para que la mención inicial de la hermana del Beatito no constituya un ripio por su omisión final. Y para demostrar la necesidad de esta aclaración, vamos a transcribir la que hace el novelista alemán Patrick Süskind en torno al mismo mutis de uno de los personajes de su -por otro lado, notable- novela El Perfume: “Dado que abandonamos a madame Gaillard en este punto de la historia y no volveremos a encontrarla más tarde, queremos describir en pocas palabras el final de sus días.” Hasta aquí las “coincidencias” de LGFM con la obra inmortal de Cervantes.

Pero como otra de nuestras lecturas recurrentes es también Cien años de soledad, pudimos del mismo modo descubrir ciertas “concomitancias” entre ambas. En este caso podríamos hablar del mimetismo de algunos recursos técnicos. Y aunque el mismo MV, en su trabajo sobre la obra de García Márquez, Historia de un deicidio, plantea atenuantes al respecto: “Cabe la posibilidad -dice- de que un autor utilice hábitos de lenguaje y procedimientos narrativos de otro, y de hecho ocurre siempre, pero aquí también la originalidad dependerá estrictamente de los resultados…”, creemos nosotros que ese ‘hurto’ solventado por MV es relativamente válido, porque hay que adosarle una fórmula que, precisando su certeza, asegure la habilidad incuestionable del escritor metido a depredador: “El robo en literatura es válido siempre que vaya acompañado de asesinato.” Si no, se tiene que seguir concediendo vigencia al juicio brechtiano de que: “Los mismos trucos nunca surten efecto en la segunda vez. Por lo común el amante del arte está inmunizado contra una segunda invasión de ideas nuevas que se vale de medios ya conocidos, tal vez eficaces.” Y, lamentablemente, pues, MV no llegó a consumar el “deicidio” o, mejor, el “garcíamarquicidio”, porque los “hurtos” flagrantes e inocultables hechos a dicho autor no llegan a obviar su paternidad. Pruebas al canto. En Cien años de Soledad hay un diálogo en el que un personaje inquiere a otro de la siguiente manera:

“-Usted, por supuesto, trae algún papel escrito.

-Por supuesto -contestó el emisario-, no lo traigo.”

Ahí se puede apreciar cómo ha sido asimilado a la novela el recurso que en versificación se conoce con el nombre de encabalgamiento. Ese “por supuesto” de la respuesta (que equivale al suspenso de un final de verso cuya idea se sobreentiende continúa en el otro y que el lector sospecha cuál será) sugiere una afirmación, lo que será desmentido inmediatamente, pero mediando un suspenso (equivalente a la ruptura del verso) con la acotación del narrador: “-contestó el emisario-”, creándose así un clima de sorpresa y desconcierto cuando se descubre que la respuesta no era la afirmación esperada, sino todo lo contrario.

En La Guerra… se usa el mismo artificio, pero con efecto retardado -por decir lo menos:

“-¿Le ha dicho también que les llevará armas?

Desde luego que no (…)” (p. 81).

Por otro lado, García Márquez también utiliza una frase que ha hecho historia. De Rebeca Buendía, personaje de la misma Cien años…, dice que (luego de ser poseída por el descomunal José Arcadio Buendía): “Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido antes de perder la conciencia.” Y en LGFM, respecto del personaje María Quadrado (luego de un gran esfuerzo para cumplir con una penitencia), leemos: “… y aún tuvo fuerzas para agradecer a Dios su ventura antes de desvanecerse.” (p. 50).

Y, finalmente, hay un recurso de carácter fantástico en Cien años…: la levitación. La realiza el cura de Macondo elevándose algunos centímetros del suelo al solo conjuro de beberse un tazón de chocolate hirviendo (que, a decir verdad, a cualquiera hace levitar); y, también, Remedios la bella, que se eleva envuelta en sábanas (como un hermoso símbolo de su “real” desaparición), perdiéndose en las alturas del infinito. Es el mismo recurso que MV tuvo oportunidad de explicar en Historia de un deicido: “Esta reincidencia -dice- del tema del hombre-que-vuela simboliza un fenómeno esencial que vive en estos relatos la realidad ficticia: su inmersión cada vez más profunda en lo imaginario. El mundo verbal ‘despega’ cada vez más de lo real objetivo para perderse entre nubes mágicas, fantásticas o milagrosas”.

Y es un recurso que va a ser mimetizado en LGFM. En ésta se hace, previamente, una preparación al lector. A comienzos de la novela, un personaje femenino es asesinado. Y por su desaparición y búsqueda infructuosa se dice: “Parecía que, como en las historias fantásticas de los troveros, se hubiera elevado y desaparecido por el aire” (p. 30). Y decimos que es una ‘preparación’ porque más tarde otros personajes de la novela sí pasarán por la peripecia de la levitación, al menos como versión de otros personajes y no directamente del narrador. Por ejemplo, Antonio Mendes Maciel, el Consejero, por cuya gestión “mesiánica” se desatan los acontecimientos que llegan a adquirir la apariencia de “fin del mundo”, es uno de los personajes a quien se atribuye el prodigio de la levitación: “-¿Y el Consejero, y el Consejero? -oye decir casi a su oído-. ¿Cierto que subió al cielo, que se lo llevaron los ángeles? (…)

-Subió -asiente el León de Natuba-. Se lo llevaron los ángeles” (p. 510).

Y, en otro momento, cuando los policías, desesperados por no encontrar ni rastros de Joao Abade (uno de los más buscados y temibles asesinos de la región) ni vivo ni muerto, después de haber arrasado Canudos y cansados ya de interrogar a los pocos sobrevivientes (siendo cientos los diezmados), una vieja pregunta a uno de los jefes de la policía: “¿Quieres saber de Joao Abade?”, y como él insiste en su interrogación, ella le responde: “Lo subieron al cielo unos arcángeles (…) Yo los vi” (p. 531). Y fin del mundo. Mejor dicho, la frase de la anciana marca el fin de la novela.

Pero lo dicho hasta aquí no constituye el fin de los ‘descuidos’. Y sólo queremos mencionar uno último, que lo comparte también con GM, aunque en este caso con su novela El general en su laberinto; aquí leemos que una noche le llevaron al General a una adolescente “con una corona de cocuyos luminosos” (especie de luciérnagas) adornándole el cabello, y se dice que: “… se quitó la vincha [y] guardó los cocuyos en el interior de un trozo de caña de azúcar que llevaba consigo.” El error es evidente, a no ser que se piense que hay alguna especie de caña de azúcar que sea hueca, para poder introducir algo en su interior. Al menos entre nosotros, las únicas especies de caña hueca son el carrizo y el guayaquil; pero la de azúcar, no. Y el descuido paralelo en el caso de La Guerra…, se da al hacer la descripción de un personaje, de quien dice que: “Vestía una camisa desabotonada, un chaleco sin mangas, con lamparones de vejez o de grasa, un pantalón deshilachado en la basta y zapatones de vaquero” (p. 337). Huelga decir que, por definición, el chaleco es una prenda de vestir que no tiene mangas, a no ser que se piense que hay chalecos con mangas, en cuyo caso también se podrá decir que hay escarpines con suelas (aunque nadie nos convencerá de que, así, sigan siendo chalecos y escarpines, al menos en nuestra civilización.)

Finalmente, no podemos dejar de señalar que LGFM es una de las narraciones más importantes en la obra total de Mario Vargas Llosa (y, por supuesto, también lo es en el espectro mayor de la narrativa latinoamericana: esto -creo que queda claro- no está en cuestionamiento), pero los descuidos descubiertos en ella no hacen sino reafirmar aquello de que al panadero más diestro se le suele quemar el pan, y esto es refrendado por el yerro de nuestro admirado GM y de nuestro no menos venerado don Miguel de Cervantes, cuyas obras no nos cansamos de leer y releer.

Espacios del autor y el narrador

Hay que deslindar un hecho puntual: que si los yerros acusados no pertenecieran al “narrador serio” (como evidentemente lo son) sino a un “narrador loco” o a los personajes, entonces se podría admitir su validez o verosimilitud. Tal es el caso de las escenas “elaboradas” por Pedro Camacho, el escribidor de La tía Julia… En el Capítulo X de esta novela (no olvidemos que los capítulos pares corresponden a las historias de Pedro Camacho que van paralelas a los capítulos impares del “narrador serio”) se dice de uno de los personajes de Camacho: “En un grifo próximo llenó el tanque de gasolina, el radiador de agua, y partió (…) conducía despacio y con cuidado, pensando, no en la integridad de los peatones, sino en su amarillo Volkswagen. (A-2002: 172. Cursiva nuestra).

Es evidente el “yerro”: no se puede llenar de agua el radiador del Volkswagen, simplemente porque este tipo de autos no tiene radiador. Pero en este caso no es un error achacable al “narrador serio” de quien el autor es el alter ego, porque, supuestamente, quien escribe es el “narrador loco”, el escribidor, y lo que se busca es hacer que éste diga torpezas. Pero cuando, como en los casos expuestos en el parágrafo anterior, es el “narrador serio” el que los comete, entonces, quien se convierte en escribidor es el autor. Y el mismo MV lo entiende así, aunque parcialmente, cuando dice que “El narrador es por supuesto un narrador creado a partir de un personaje real que es el propio autor”; pero decimos que es un ‘entendimiento parcial’, porque la conclusión a la que llega se bifurca de ese punto de partida, realista, objetivo, incontestable, para fugar a la irrealidad, pues dice: “en fin, sabemos que el autor y el narrador no son nunca la misma persona, aun cuando el narrador usurpe el nombre, el apellido y las experiencias del autor. En este caso, usurpa buen número de experiencias del autor, pero, evidentemente, es un personaje también creado…” (En una entrevista recogida por Jorge Coaguila).

Y esta ‘opinión absolutista’ sobre el narrador autónomo es irreal, se basa en una ilusión, porque, si el narrador es un ‘personaje creado’ no tiene autonomía para usurpar nada; es el ‘creador’ el que le transfiere ese “buen número de experiencias” suyas. Y, por lo tanto, es éste el responsable del “buen” o “mal” uso que haga de tales experiencias. Y en el caso de los errores de construcción o de convicción es al autor a quien se le tienen que imputar, pues es él quien escribe, es él quien “sabe” lo que se dice y es en ese sentido que crea a los personajes que lo “dicen”. Y éste es el caso del que estamos llamando “narrador serio”: es creado por el autor para que diga lo dicho de manera coherente, o en caso contrario se puede inventar también otro personaje de hablar incoherente (“narrador loco”) que resulta ser inimputable.

Pero no es lícito que el autor quiera investirse de esa irresponsabilidad del personaje. Por ejemplo, en la elección de ciertas palabras con connotaciones muy marcadas el autor es necesariamente responsable, aunque sean dichas por el “narrador loco”. Pongamos por caso la siguiente proposición: “La barriada, en efecto, era en ese entonces una universidad del delito, en sus especialidades más proletarias: robo por efracción o escalamiento, prostitución, chavetería, estafa al menudeo, tráfico de pichicata y cafichazgo.” (La tía Julia y el escribidor: 244). Obviamente la aversión que siente MV por el socialismo se trasluce en esa devaluación del adjetivo ‘proletarias’ aplicándolo a acciones delincuenciales.

O sea, que el autor es responsable de la elección que hace de todos los elementos con que construye la novela. Y puntualizamos esto porque, en el caso de MV, ya vimos que -teóricamente- pretende exonerar al autor de cualquier responsabilidad. Dice MV: “El narrador de una novela no es nunca el autor, aunque tome su nombre y use su biografía.” (La tentación de lo imposible: 47). Y esa pretensión se vuelve más imperiosa al momento de iniciarse los cambios señalados por Balmiro Omaña cuando empieza MV -dice este autor- a desarrollar “una literatura mimética que trata de copiar la realidad y que sigue los patrones que rigen esa realidad real.” Testimonio de esto es la siguiente opinión vertida en El pez en el agua: “Fue una disputa que tuvimos [MV y su padre] sin vernos y sin cambiar palabra, a miles de kilómetros [una disputa muy sui generis, dígase de paso], con motivo de La tía Julia y el escribidor, novela en la que hay episodios autobiográficos en los que aparece el padre del narrador actuando de manera parecida a como él lo hizo, cuando me casé con Julia.” (p. 340).

Y, no obstante que, algunas páginas más adelante del mismo texto, relativiza esa separación absoluta de sus “dos mundos” (el real y el ficticio), pues dice que: “He aprovechado muchos de mis recuerdos de Radio Panamericana en mi novela La tía Julia y el escribidor, donde ellos se entreveran con otras memorias y fantasías, y tengo ahora dudas sobre lo que separa a unas y a otras, y es posible que se cuelen, entre las verdades, algunas ficciones, pero supongo que eso también puede llamarse autobiográfico.” (Ibíd.: 396); a pesar de esa duda respecto de su primigenia actitud absolutista, seis años después, en un nuevo prólogo a dicha novela vuelve a plantear el postulado de autonomía absoluta del narrador respecto del autor, indicando que el empeño de recurrir a sus experiencias reales “para que la novela no resultara demasiado artificial” (…) “Me sirvió para comprobar que el género novelesco no ha nacido para contar verdades, que éstas, al pasar a la ficción, se vuelven siempre mentiras (es decir, unas verdades dudosas e inverificables.) (La tía Julia y el escribidor, Prólogo: p. 3).

Y aunque, por otro lado, en ese mismo prólogo confirma que es él quien da forma a aquellos episodios que “sin serlo, parecieran los guiones de Pedro Camacho”, MV dice que ha buscado evitar “que se volvieran caricatura.” (Ibídem). Pero a nosotros nos da la impresión de que no logró ese objetivo. Porque no sólo los episodios resultan caricaturescos, sino los personajes mismos, especialmente el del propio escribidor, Pedro Camacho:

«… yo quedé todavía más sorprendido que los churrasqueros. Que esa personita mínima, de físico de niño de cuarto de primaria, prometiera una paliza a dos sansones de cien kilos era delirante, además de suicida. Pero ya el churrasquero gordo reaccionaba, cogía del cuello al escriba, y, entre las risas de la gente que se había aglomerado alrededor, lo levantaba como una pluma (…) El churrasquero menor me lanzó, sin preámbulos, un puñetazo que me sentó en el suelo. Desde allí (…) vi que el churrasquero mayor descargaba una verdadera lluvia de bofetadas (había preferido las bofetadas a los puñetes, piadosamente, dada la osatura liliputiense del adversario) sobre el artista.» (op. cit.: 200-201).

Obsérvese el tratamiento despectivo que hace de los argentinos y que es una propensión recurrente en MV; ver, por ejemplo, la siguiente expresión: “la maciza pedantería rioplatense de Homais” (en La orgía perpetua, 17, cursiva nuestra.) La misma descripción caricaturesca utilizada con Pedro Camacho la vemos también usada con el “periodista miope” de La guerra del fin del mundo. En realidad, el “periodista miope” es Euclides Da Cunha, a quien dedica la novela (como hace con Julia Urquidi en la novela del escribidor), pretendiendo, tal vez, saldar una deuda: en el caso de la Urquidi, por haberlo ayudado a salir adelante con su vocación de novelista, al extremo que (luego de culminada su relación conyugal) le transfirió los derechos de autor de La Ciudad y los perros, los mismos que -por propia confesión de la afectada- le fueron suprimidos cuando ella no acató su pedido de que no publicara Lo que Varguitas no dijo (libro en el que ella pone los puntos sobre las íes). En el caso de Euclides Da Cunha, ¿quién no sabe que es el autor que le proporcionó gran parte del material con el que lograría ambientar su novela? Y esto lo ha reconocido MV en varias ocasiones. Os sertoes, la obra de Da Cunha (una mezcla de tratado sociológico, de crónica periodística y texto narrativo) fue una de las canteras que MV supo usar para su novela, como lo han determinado varios estudiosos (y lo reconoce él mismo).

Pero en ambos casos, la dedicatoria “saldadora” de deudas se ve traicionada por el tratamiento ominoso que de ellos hace como personajes de ficción. En el caso de Julia Urquidi, es obvio que no es nada edificante se cuenten las intimidades de un momento -no tan fugaz- de su vida, y menos que lo haga quien la traicionó con la sobrina de ella y prima hermana de él. De Euclides Da Cunha dice:

«ese periodista joven, flaco, desgarbado, cuyos espesos anteojos de miope, sus frecuentes estornudos y su manía de escribir con una pluma de ganso en vez de hacerlo con una de metal son motivo de bromas entre la gente del oficio. Inclinado sobre su pupitre, la desagraciada cabeza inmersa en el halo de la lamparilla, en una postura que lo ajoroba y lo mantiene al sesgo del tablero, escribe deprisa, deteniéndose sólo para mojar la pluma en el tintero o consultar una libretita de apuntes, que acerca a los anteojos casi hasta tocarlos.» (La guerra del fin del mundo: 129).

La caricatura ha sido siempre un recurso estilístico que, en la historia de la literatura, ha servido para establecer un paralelo que releva la imagen de uno de los comparados y, por supuesto, devalúa la del otro. Es famosa la que hace Homero, en la Ilíada, con Tersites, el soldado que osa contradecir la voluntad de los reyes, y que, hablando en nombre de la tropa (o pueblo) plantea el retorno al hogar. Pero es presentado por el narrador con rasgos esperpénticos: “bizco, cojo, corcovado, calvo”, de tal manera que cuando Odiseo (la perfección hecha hombre) se le opone, el pobre Tersites se desvanece. Y Euclides Da Cunha, como el “periodista miope”, es un personaje importante de la novela, pero como autor de Os sertoes es la sombra que MV considera urgente devaluar.

Hasta aquí hemos visto dos casos meramente literarios de relación personal con el autor. Y es ésta una relación que se generaliza en toda la novelística de MV (convirtiéndose en un tema digno de ser comentado) aunque adoptando varias manifestaciones que implican la devaluación subliminal de ciertos personajes (reales o ficticios), como es el caso de la caricatura (ya tratado) o haciéndolos incurrir en acciones que la sociedad sanciona como negativas: la violación o la homosexualidad. Y en tanto estos recursos depresivos son utilizados por MV en, por ejemplo, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, La fiesta del Chivo, y El Paraíso en la otra esquina, vamos a tratarlos en la próxima oportunidad.

(La segunda entrega la haremos mañana. El libro El mentiroso y el escribidor. Teoría y práctica literaria de Mario Vargas Llosa, se puede adquirir en: Librería Lumbreras Editores, Jr. República de Portugal 187, Breña, Lima, telf.: 332-3786).