«Vale más canción humilde que sinfonía sin fe».
J.C.

Hay quienes le tienen pánico a la lectura de las leyes. Los códigos: penal, civil, de ética y de estética (que también los hay), les resultan tan abominables como ver un huevo frito en el cebiche (se escribe con “s” si ésta va acompañada de la “v”, Antonio Gálvez Ronceros dixit). Incluso hay quienes suponen que la poesía es la antípoda del derecho. Pese a que insignes poetas han dicho lo contrario. Percy B. Shelley decía que “Los poetas son los legisladores anónimos del mundo”; Honorato de Balzac, que creó en sus novelas una sociedad paralela a la francesa, decía haberse inspirado en su Código Civil; Andrés Bello, epónimo representante del neoclasicismo americano, fue el creador del Código Civil chileno que -tengo entendido- hasta ahora rige en ese país, y -relacionado con ello- el escritor argentino, Jorge Adolfo Mazzinghi, dijo que “Un poeta puede ser autor de un espléndido código civil”. No hace mucho leí un extenso ensayo que demuestra las bases jurídicas de que se sirvió el fabulista Juan de la Fontaine para elaborar su famosa fábula de “La cigarra y la hormiga”.

Entonces cabe preguntarse ¿qué es lo que hace que prolifere esa aversión a la lectura de las leyes? Yo -desde la galería, vale decir, como modesto observador- ensayo una explicación bifronte: la mala redacción y el pánico lector. Por lo primero, debe reconocerse que la existencia de legisladores tipo Andrés Bello no es muy común, que digamos, en nuestro medio; ello da como resultado que los textos jurídicos no sean claros y directos, sino todo lo contrario: oscuros y capciosos, o sea de difícil lectura y de doble significado, y deben ser interpretados: aclarados y definidos en su recto significado, un “recto significado” que, como en el caso de la “interpretación auténtica” para la reelección de Fujimori, resultó ser una “sacada de vuelta a la Ley” de tal magnitud que, a la perfección, sirve como ejemplo para graficar el viejo aforismo que dice: “Hecha la ley, hecha la trampa”.

Ahora bien, por lo segundo, el “pánico lector” es reflejo fidedigno de lo alejada que está la gente de la lectura. Don Miguel de Cervantes Saavedra, se describía como lector acérrimo señalando que leía hasta los papeles escritos que encontraba tirados en la calle. Hogaño, estamos rodeados de papeles no sólo de los aludidos por el “Príncipe de las Letras Castellanas” (que hacen de nuestras calles relleno sanitario) sino de los letreros publicitarios, los kioscos de revistas y diarios, los volantes mosca que anuncian inverosímiles ofertas, etc.; pero nada de eso es aliciente para el surgimiento de pródigas promociones ciudadanas de lectores.

“En mar revuelta, ganancia de pescadores”, dice el refrán. Y en el mar de las leyes (y no es exageración) siempre hay un resquicio para “sacarle la vuelta a la Ley”, si no ¿cómo se explica que siendo tan concluyente la norma (Constitución y Ley Universitaria) al señalar que los estudios universitarios del Estado son gratuitos, resulta que muchas -si no todas- las universidades nacionales han creado filiales que tienen el mismo carácter que las universidades privadas, es decir, ser pagadas? A pesar de que la Ley Universitaria, en su Artículo 5º, dice: “Una Universidad no tiene filiales o anexos”. ¿De quién es la culpa?: ¿de quien redacta la Ley?, ¿de quien no lee la Ley?, ¿de quien aplica mal la Ley? o ¿de quien le importa un comino la ley, pues lo que le interesa es su interés personal y no el interés nacional?

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