Lo paradójico, lo contradictorio suele hacer unidad con elementos opuestos. El título del artículo se explica porque la elocuencia se caracteriza por ser una expresión profusa, pródiga y atractiva, mientras el silencio es su antípoda: inexpresivo, neutro. Pero el ser humano se caracteriza por ser un intérprete apremiante. De ahí que no resulte extraña esta frase del filósofo alemán Arturo Schopenhauer: “El silencio es el grito más fuerte.” Porque, como suele ocurrir con todas las acciones u omisiones humanas, el silencio es susceptible de ser interpretado de diversas maneras. Veamos algunas.

El silencio de la amada convertido por Bécquer en el poema de “la mirada azul” que hace de la mujer símbolo de poesía. El silencio del niño, con los “ojos caídos”, reconociendo su travesura. El silencio de las casas antiguas que nos sugieren tantas historias contenidas. Son, sin duda, silencios elocuentes, y admirables, por su belleza, ingenuidad o pureza. Hasta la mentira piadosa es apta de ser considerada como un silencio aceptable, si es que oculta la verdad de un hecho que podría lesionar a un ser querido.

Pero también están los silencios viles, aquellos que nos obligan a cargarlos con significados vitandos. Por ejemplo, el silencio del supuesto amigo que te hace el ofrecimiento de un favor (con fecha y hora incluidas) y no vuelve a dar muestras de vida. O aquel otro a quien se le recrimina una acción –que va a ser preludio de sucesivas traiciones– y que, murmurando evasivas,  evade también, para siempre, el tema. Y el silencio alevoso de aquel a quien se le da la confianza para desempeñar un cargo por elección y que asume privilegios como si hubiera sido elegido por sí mismo, y que si se ve forzado (por cobardía) a la renuncia lo hace sin consultar a aquellos que le dieron su representación.

Y está el otro silencio: de aquellos que se vuelven ciegos, sordos y mudos ante la inmundicia de la corrupción, sea porque ya reciben o porque esperan recibir de ella un mendrugo o un privilegio. Y, lo que es peor, buscan justificar actitud tan vil aduciendo que su colaboración no es con el corrupto sino con la institución que es –a vista de todos– manipulada, expoliada y esquilmada por el corrupto. “Dime con quién andas y te diré quién eres”, dice el refrán. Y habría que adecuarlo al interés de estas reflexiones, diciendo: “No me digas lo que callas. Tu silencio es más elocuente que tú.” Y ningún silencio cómplice tiene justificación.