«Vale más canción humilde que sinfonía sin fe». J.C.

No todo se ha acabado cuando se ha perdido el dinero o cuando ya no se tiene esa sensación de seguridad que da el poseer un cargo que significaba poder. Pero, sí, todo habrá colapsado, si -antes o después de esos espejismos que son el dinero y el poder- dentro de uno mismo hay un gran vacío que no permite verse a sí mismo como se quisiera ser visto por los demás: con el valor del Propio Mérito, y no con el deleznable brillo de esas efímeras quimeras que son -a final de cuentas- el dinero y el poder.

El Propio Mérito no requiere de un alto coeficiente intelectual. Exige, sí, un elevado sentido moral. Porque mientras lo intelectual se evalúa, lo moral se valora. Lo intelectual se mira, lo moral se admira. A lo intelectual se le pone precio, a lo moral se lo aprecia. Por eso, con toda seguridad, se puede afirmar que un hombre recto que se duele ante la muerte del humilde campesino asesinado, vale mil veces más que un connotado escritor que aplaude los crímenes perpetrados en Irak.

Lamentablemente, en nuestro país se ha instaurado la cultura del “vivo”, en el peor sentido del término (degenerando su prosapia vital). La “viveza criolla” tal vez tuvo su razón de ser cuando el hijo de españoles nacido en el Perú (el criollo) se vio obligado a devolverle -con sorna- al soberbio español nacido en España su encopetado ninguneo. Pero deviene insoportable despropósito cuando se convierte en recurso de conveniencia para burlar las reglas más elementales de conducta; cuando la risa sana del humor popular se convierte en socarrona chacota de estridente mal gusto; cuando se hace alarde del hurto mínimo, como manifestación de hombría, siendo que un hombre de bien no ignora que es igual robar una moneda de cincuenta céntimos que una cuenta de un millón.

Las miradas cortoplacistas pertenecen a quien vive el momento; no, a quien se proyecta a futuro. El largo plazo -es cierto- puede convertirse en utopía, pero ¿qué grandes hazañas humanas no lo han sido? Cristo creyendo en el amor eterno, Galileo negando la posición estática de la tierra, Leonardo soñando con una máquina de volar, Vallejo esperanzado en que sus poemas serían leídos por los analfabetos. El mismo obrero desocupado que sale de su casa con la ilusión de volver a ella con algo que poner en la mesa. Todas fueron y son hermosas utopías que permitieron y permiten a esos hombres seguir estando vivos. Toda utopía es una proyección al futuro. Toda ucronía es un retroceso al pasado. Ambas equivalen a decir, respectivamente: “Si mi padre no lo hizo, yo lo haré: construiré el futuro aunque sea sufriendo”; y, en sentido contrario, “Yo haré lo que hizo mi padre: viviré el momento y me moriré contento.”

Construir un Perú Nuevo es la utopía que pasa por construir un Hombre Nuevo. Y éste no se logrará nunca con los materiales frágiles del “yo primero”. La edificación solidaria constituye la base de una riqueza común. ¿De qué sirve una billetera llena en un ataúd vacío? Los hijos se sorprenderán de esa liviandad del cadáver paterno. Lo que no ocurrirá con los hijos de un padre honrado. Pero ambos tendrán dos opciones: imitar al padre, o superarlo. En el primer caso se cumplirá el dicho: “De tal palo tal astilla”. En el segundo caso -si se trata de un hijo honrado- su riqueza más sentida será el saberse hijo de un muerto-vivo y no de un vivo-muerto.

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