Desde la publicación de mi libro de crítica literaria, El mentiroso y el escribidor. Teoría y práctica literarias de Mario Vargas Llosa (2007: nótese que he resaltado la palabra «crítica literaria», porque en dicho trabajo incursiono solo de manera aleatoria en otras recurrencias escriturarias del referido autor); pero decía que, desde entonces, no he vuelto a ocuparme de nada relacionado con él. Pues me parece ocioso hacerlo. Y es como machacar en fierro frío. Pues ya atosiga verlo pontificar sobre el neoliberalismo en actitud más acérrima que los liberales más tenaces. Y es un pontificador al que se puede aplicar la famosa frase: más papista que el Papa. Al extremo, que llegó a plegarse a las tesis de uno de esos fanáticos liberales, Francis Fukuyama, autor del best seller El fin de la historia; sin embargo, a pesar de que este, finalmente, llegó a rectificarse y reconocer que, en realidad, había exagerado y que el capitalismo y su globalización y neoliberalismo no eran el non plus ultra, y que se podía aceptar la derivación de este hacia otros sistemas distintos o diferentes, Mario Vargas (sintetizo), sigue aferrándose a los postulados fundamentalistas de dicho autor.

Pero ocurre que el otro día, en casa de unos parientes, que suelen incurrir en la inveterada costumbre de comprar periódicos, hojeando uno de ellos me encontré con un artículo del susodicho en el que, a propósito de comentar los últimos acontecimientos de disolución congresal ocurridos en el Perú, vuelve a machacar sobre su somnífero baturrillo sobre el neoliberalismo y la democracia burguesa, y culmina con la siguiente parrafada, cual estocada en profundidad de un espadachín novato:

«… un país no solo funciona con la democracia —dice—. Es imprescindible que haya trabajo, que los ciudadanos sientan que existe igualdad de oportunidades, que todos pueden progresar si se esfuerzan para ello, y que existe un orden legal al que pueden recurrir si son víctimas de injusticias y atropellos». Y concluye esa propuesta, básica para él, con el siguiente supuesto logro: «Se han ensanchado las clases medias» (Mario. Vargas Llosa., «Del desorden a la libertad», en: La República, Lima, «Domingo», 06-10-2019, p. 13).

Obviamente, cuando MV habla de democracia, se refiere a la burguesa, porque su fundamentalismo y exclusivismo neoliberales así lo tienen establecido, pretendiendo ignorar que la idea de democracia se erige sobre las clases que conquistan el poder socio-político-económico, y que la democracia por él privilegiada obedece al modelo utópico del neoliberalismo burgués (y es una utopía arcaica burguesa, pues deriva del liberalismo decimonónico que, con el prefijo, neo, se busca hacerlo digerible hogaño). Y, más que obviamente, es el modelo que defiende MV, quien durante casi medio siglo viene ejerciendo ese fundamentalismo, también arcaico, de ver al mundo moderno dominado por una sola potencia que es, en pocas palabras, el capitalismo occidental capitaneado por el imperio norteamericano. Y visto así este menjurje no tiene nada de nuevo, y es todo lo contrario de digerible, pues tiene más bien todas las apariencias de un amasijo indigesto.

Primero, veamos eso de «que es imprescindible que haya trabajo». Esta, en verdad, es una condición nimia, superflua, en tanto el trabajo es uno de los factores que constituyen la estructura de la economía, y no puede dejar de estar presente. O sea que trabajo siempre hay. El problema es que se lo hace depender del lema fundamentalista del neoliberalismo: la oferta y la demanda. O sea que siempre hay una masiva demanda de trabajo. Lo que no hay es oferta, porque no solo la monopoliza el sector privado, sino que en los países subdesarrollados ha sido reducida a su mínima expresión: lo que puedan ofrecer las transnacionales en la minería (y el comercio) y por la reducción del sector industrial, pues estos países son importadores de productos elaborados en las metrópolis capitalistas, y, en el mejor de los casos, en los centros de ensamblaje de esos productos en los países receptores. Es, pues, una oferta ínfima, ridícula. Y millones de «demandantes de trabajo» pasan a engrosar las filas de los desocupados, cuyas estadísticas cada vez se incrementan más con las nuevas generaciones de la población (lo cual ha abierto el rubro anexo de la delincuencia). Ese ha resultado ser el sueño neoliberal.

Segundo, veamos la otra propuesta fundamentalista del neoliberalismo: «que los ciudadanos sientan que existe igualdad de oportunidades». Una ilusión, de cabo a rabo. Es algo que solo puede existir en la imaginación de los que viven en los centros de poder, en donde teorizan sobre cómo embellecer su modelo (y uno de esos teóricos fantasiosos es MV). Pero para alguien que vive en la periferia de esos centros de poder (centros en los que, dígase de paso, tampoco se cumple esa utopía) ya no es un sueño sino una pesadilla, porque lleva aparejadas las lacras de la discriminación en sus diferentes modalidades: racial, social, cultural y de servicios: justicia, educación, salud, deporte, alimentación, etc., precarios o inexistentes. ¿Existe «igualdad de oportunidades» en Perú, pregunto, para no ir muy lejos?

Tercero, de la anterior falacia deriva la siguiente: «que todos pueden progresar si se esfuerzan para ello». ¿En qué familia peruana no hay esfuerzos sobrehumanos para progresar? Por supuesto que los hay, pero ¿eso se condice con su premisa: «existe igualdad de oportunidades»? Si una de las condiciones previas: que haya trabajo no se da, ¿cómo se puede aspirar a progresar? Si las otras oportunidades de «crear empresa» choca con el otro ingrediente de la economía capitalista (inexistente para las grandes mayorías): el capital. Y cuando una persona «emprendedora» junta un pequeño «capitalito» y se compra una carretilla rústica en la que moviliza algunas raciones de comida o de ropa o de cualquier otra chuchería para vender en la calle, porque el «capitalito» no le alcanza para alquilar un local y mucho menos para comprarlo, es atropellada por los guardias municipales que «defienden el ornato de la ciudad» y no permiten comerciantes informales que, además, constituyen una competencia desleal para los comerciantes formales. Y el sueño de hacer empresa queda desparramado, con la empresa por los suelos (pareciera que la premisa vargasllosiana ha convertido en sinónimos «sueño y suelo»).

Cuarto. Y los emprendedores progresistas se enfrentan con otro escollo que MVLl da por sueño plausible y alcanzable: «que existe un orden legal al que pueden recurrir si son víctimas de injusticias y atropellos». Pero si ya vimos que uno de los ingredientes menos alcanzable en el sistema neoliberal es el de la justicia: si la discriminación en ese ámbito es proverbial. Y quien mejor lo siente y lo expresa es la poesía popular: Felipe Pinglo cuyo «Plebeyo» sigue siendo el himno de los «ídem» y continúa diciéndolo: «Señor, ¿por qué los seres no son de igual valor?» ¿Justicia para los pobres de dinero, de apellido y hasta de dignidad?

Pero el ímpetu de progreso, en algunos casos, logra rebasar o sortear esas vallas que atentan contra su sueño. Y, en efecto, hacen que se cumpla no el sueño de MV, sino el objetivo del neoliberalismo. Hacer desaparecer a la clase obrera de las sociedades subdesarrolladas, porque ella siempre se organiza en sindicatos y estos se han convertido en escuelas políticas, especialmente, de políticas izquierdistas, marxistas, terroristas (para el neoliberalismo estos tres términos son sinónimos). Y en gran medida lo han logrado: «las clases medias se han ensanchado» (como dice MV), con el trabajo informal y formal también. Ha ido creciendo una clase pequeñoburguesa. Y a esta MV, de manera inapropiada, la sigue llamando «clase media», que va incluso contra el objetivo (también iluso) de su doctrina ideológica, el neoliberalismo, pues ese objetivo es hacer desaparecer a la clase obrera que quedando reducida a su mínima expresión —piensan los neoliberales— esos pocos obreros (un número esencial, altamente calificado) fácilmente pueden ser tratados con buenos sueldos para que asciendan en su estatus o modus vivendi, de tal manera que se convertirán también en clase media o pequeña burguesía. Pero obsérvese bien que de cumplirse este sueño neoliberal ya no se deberá hablar de «clase media» porque desaparecida la clase obrera como tal, convertida en pequeña burguesía, solo quedaría esta y la burguesía (y nadie más en medio). Pero, también, ya lo dijo el poeta del siglo XVII, Pedro Calderón de la Barca: «Los sueños, sueños son». Porque esa clase media sigue siendo clase trabajadora, opuesta a su explotadora, la burguesía capitalista neoliberal. Y, finalmente, no le quedará otra cosa que darse cuenta de ese su estado de clase explotada. Y el corolario de esto es lo que ha pasado en Argentina y Chile, en los años de Macri y Piñera en los que se jactaban de estar construyendo el paraíso aquí en la tierra. Y la clase pequeñoburguesa y la clase obrera y la clase campesina (que el neoliberalismo creyó estar aburguesando) salieron a las calles a manifestar sus protestas por la infame explotación a que las somete el sistema capitalista neoliberal. Y esto no se da solo en el «patio trasero» del imperio yanqui. También en las mismas entrañas de ese monstruo se nota el descontento con repercusiones en los otros centros de poder, especialmente europeos. (Julio Carmona)