Hay un principio básico que define al perfil sugerido en el epígrafe: que antes que nada se es un ciudadano, es decir miembro de una ciudad, de una sociedad, de una comunidad humana. Aquel que no sabe esto, y piensa sólo en su propio
beneficio es el decadente, a quien la idea comunitaria, la idea social le es adversa. Contrariamente, aquel que antepone a todos sus actos su ser ciudadano, sabe que cualquier cargo, título, grado o profesión se asumen a posteriori, vale decir, con la seguridad de que se vale por ser ciudadano no por ser titulado. Eso implica saber que los cargos son pasajeros, que lo permanente es la dignidad que respalda a ese ser ciudadano, y que éste tiene que ser básicamente un ciudadano justo.
No hay mejor herencia para los sucesores (hijos o alumnos) que una vida signada por la honradez. ¡Que ni un centavo mal habido enlute la memoria del ciudadano! Y sus sucesores lo tendrán como paradigma. Incluso sus propios enemigos se han de ver obligados a tapiar las cloacas de la infamia, si es que no quieren sumar a su desprestigio la ignominia de la calumnia.
El ciudadano justo es aquel que depone sus intereses personales frente a los intereses sociales. No es aquel que urde las más oscuras triquiñuelas para encaramarse en los cargos y, desde allí, compartir sus gollerías sólo con los sempiternos aduladores, que se vuelven tan o más soberbios que el mismo déspota. Y entre todos se encargan de bloquear cualquier acción positiva que pretenda enmendar sus nefastos designios. Pero frente a esos antípodas, el ciudadano justo no adopta la actitud cómplice del que se hace “de la vista gorda”, de aquel que dice: “mientras no choquen conmigo, y yo reciba mi alguito, yo dejo hacer y dejo pasar.” Ese tipo de ser, pusilánime, hasta puede agregar: ‘yo sé que el que detenta el cargo es un autócrata, un mentiroso y hasta un inepto, pero tiene maña para gobernar, por lo tanto es inteligente, y seguramente las cosas malas que hace no las hace por él mismo sino obligado por los ineptos que están a su alrededor.”
Argumentos como éstos se han esgrimido en defensa del rosario de gobernantes siniestros de nuestros quinientos años de soledad (vale decir desde la llegada de los españoles, salvando siempre las pocas excepciones que se salvan por sí mismas). Porque la corrupción es una red que no sólo compromete al gobierno central sino a todo el sistema de la administración pública como un pulpo voraz e insaciable, desde tiempos inmemoriales.
Combatir la corrupción no es equivalente a premunirse de un insecticida: bien se sabe que las cucarachas se hacen inmunes a su efecto. Combatir la corrupción es denunciarla ante la colectividad para evitar que se vuelva impune. Quien hace esto se convierte en blanco de las más burdas abyecciones. Pero contra la calumnia y la infamia no hay mejor antídoto que la línea de conducta propia del ciudadano justo: limpieza en las acciones y sinceridad en las opiniones. Y entonces se podrá repetir la arenga que el personaje Garabombo El Invisible de la novela de Manuel Scorza, dijo a sus hermanos comuneros:
“¡El hombre muere. El hombre no queda como papa para semilla. ¡Pero moriremos peleando y nadie escupirá sobre nuestra memoria!”