Un ejemplo de crítico formalista: Julio Ortega

El formalismo como tendencia estético-literaria, a partir de los años 70 del siglo XX, con la proliferación de las propuestas del estructuralismo holístico, adquirió una fisonomía imperialista, fundamentando su imposición en esa especie de entelequia llamada modernidad. Por ejemplo, en la nota introductoria de su libro La imaginación crítica, Julio Ortega hace esta puntualización:

«Más que una visión panorámica de conjunto estos textos proponen un acceso analítico a quienes son los fundadores de la modernidad literaria en el Perú» (p. 6.

El libro está estructurado con estudios sobre los siguientes autores: Eguren, Vallejo, Moro, Arguedas, Vargas Llosa, debiendo entenderse que ellos son dichos fundadores de la modernidad. Y en esta cita se vislumbra el trasfondo esencial de la ciencia literaria europea y norteamericana, que se adelantó a la propuesta ideológica de Fukuyama (El fin de la historia, que fue una manera de repetir el adagio absolutista «Después de mí el diluvio» del Rey Sol, Luis XIV de Francia). Y en el caso de la estética literaria, se plantea algo así como su «punto final», pues se nos viene a decir que después de «fundada la modernidad literaria» ya no hay más, aunque pareciera que —como en el caso de Fukuyama, referido a la historia— se estuviera aludiendo a la estética literaria de la civilización y la cultura burguesas, que se presenta —según Enrique Dussel— como un «‘pensamiento universal’, que es el eurocentrismo pero ahora globalizado. La filosofía analítica es una filosofía del lenguaje, formalista».1

El desarrollo de esa concepción formalista, por parte de Ortega, es descrito en el «Prólogo» cuya autoría es del poeta y ensayista cubano Lezama Lima (escritor también vinculado al formalismo). Dice:

«La poesía, que había sufrido tantas vicisitudes y fragmentaciones en esta secularidad, entraba y salía de la novela buscando cuerpo, diálogos, entrecruzamientos. Lo relatable ya no era lo descriptivo. La descripción se hacía QUIDITARIA2, recorrida por las esencias. Las palabras oscilan y pierden su connotación fija. Era un mundo subsecuente al silencio al que había llegado Mallarmé y a la sola palabra a la que había llegado Rimbaud» (op. cit., pág. 7).

De ello se desprende que la novela (o, mejor, la narrativa) con su tendencia a lo descriptivo hasta fines del siglo XIX había marcado el gusto y alimentado el imaginario del público allegado a la literatura. (Della Volpe, 1972). Y la poesía (o, para ser más precisos, la lírica) se había hecho seguidora de la novela. Pero con la insurgencia de lo que, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, adoptaría el nombre de modernidad, esa sujeción a lo descriptivo tendría su punto de quiebre, con los experimentos de Baudelaire, Mallarmé y Rimbaud. Por eso, concluye Lezama Lima: «Lo visual era arrastrado por el tiempo con verdadero frenesí. El cuadrado de papel era reemplazado por el espacio abierto.» (Ib.) Y todo eso es verdad. Pero no demuestra otra cosa: que nada es eterno. Que todo cambia.

El gran aporte de los escritores aludidos, Baudelaire, Mallarmé y Rimbaud, es que revolucionaron el estancamiento de la poesía en lo meramente descriptivo, que es «arrastrado por el tiempo», porque la realidad es lo que cambia, y aquello que la describe deviene estático, y entonces la realidad cambiante exige visiones más trascendentes. Es una realidad a la que el «cuadrado de papel» le es insuficiente, y exige ‘espacios abiertos’: que deje de ser captada en sus apariencias y que sea «recorrida por las esencias». Hoy por hoy, alguien que niegue esta necesidad de cambio, y que quiera volver a la «quietud descriptiva» del pasado estaría incurriendo en lo que Mario Vargas Llosa llama una «utopía arcaica».

Pero tan recusable como eso es asumir la actitud contraria de convertir en eterno el último cambio: que los experimentos de los fundadores de la modernidad se conviertan en «utopía perenne». Lo hecho por estos fundadores —especialmente en el orden de la experimentación formal— es relevante, mas no así su apuesta exacerbada por la preponderancia del «yo» que, lamentablemente, degeneró en un individualismo cerril que —finalmente— se hizo extensivo a la ciencia literaria. Y, en efecto, la gran mayoría de expertos en ciencia literaria no escapa a esta impronta, que reduce su apreciación al factor formal.3 Por ejemplo, Julio Ortega, refiriéndose al trabajo poético de César Vallejo dice:

«… el cuestionamiento confesional del yo revela a Vallejo desarrollando por la palabra poética el conflicto de sus pautas íntimas; la poesía se convierte en el espacio testimonial y procesal del yo vital comprometido enteramente en un yo poético» (p. 47).

Y todo el análisis de la obra de CV, por parte de JO, gira en torno a esa relación entre el «yo vital» y el «yo poético», mediados por el aparato formal. Esta dicotomía nos hace recordar la fallida propuesta vargasllosiana —aunque reiterada por su autor— de la «realidad real» y la «realidad ficticia». Sin embargo, contrariamente a esta tendencia formalista y exclusivista a la vez, Lezama Lima, con un criterio más dialéctico, dice:

«En una dimensión profunda todo el que intenta vivir el instante lo trasciende. Ese complejo nace de una solución intermedia, de vivir con vacilación el paso del instante. No era tan solo el contraste con el instante anterior, sino el desconocimiento de la suma que es en la actualidad toda forma expresiva. El conocimiento de Lautreamont y los surrealistas, unido al endecasílabo quevediano, a la polimetría de las Soledades, es lo que ha provocado mucha de la mejor poesía contemporánea americana» (p. 9).

La primera parte del libro de JO está dedicada a estudiar —desde la perspectiva formalista enunciada— la poesía de José María Eguren. Pero, ¡quién podría negar la importancia del trabajo poético de José María Eguren! En su época fue un paradigma y en la actualidad y en el futuro seguirá siendo un referente a considerar. Pero de ahí a continuar proponiendo su visión de la poesía como algo único o como la única forma que marca lo que es o debe ser la poesía de siempre es, por decir lo menos, una manera de manipular los hechos, relevando una tendencia y soslayando la otra que no se la menciona (o se la subsume dentro de la más pedestre o devaluada) y se la da ya por inexistente. Una manifestación de lo dicho la da Julio Ortega. Dice:

«Eguren contradice la poesía entonces en uso, enfática y declamatoria, cuyo lugar natural era el teatro. Pero esa situación polémica no se redujo a los inicios de esta aventura: incluso en su madurez, Eguren siguió siendo un poeta que contradecía, ignorado y marginal, y por eso los comentarios y los homenajes de los más jóvenes tuvieron siempre un carácter reparador; Abraham Valdelomar, José Carlos Mariátegui y César Vallejo hablarán de él como poeta distinto, solitario y único: la aventura de Eguren equivalía, para ellos, a la independencia radical de la poesía; Eguren era el insólito poeta que había asumido su destino, de modo excluyente y secreto, en la palabra poética» (p. 11).

Se debe precisar que, si bien esos jóvenes reconocen los méritos del trabajo poético de Eguren, no necesariamente coinciden con su concepción poética misma. Esta apreciación es, en términos generales, válida, incluido el respaldo de los jóvenes de su época; pero no lo es tanto la reducción que hace de la poesía contraria en estos términos «la poesía entonces en uso, enfática y declamatoria», quedando la sensación de que la tendencia inaugurada por Eguren «eliminó a su contraria», permaneciendo así sin elemento contradictor. Esta idea la completa JO a continuación:

«La poesía de Eguren no solo implicaba la negación de una retórica civil y declamatoria, también un síntoma más moderno: la separación paulatina entre el poeta y el público, entre la poesía y un lector pasivo; y también el profundo cambio en la misma imagen del poeta: su marginación social. Con Eguren, la poesía reclama otro lector, otra relación para un diálogo más radical» (p. 12).

Es decir, el «síntoma más moderno» inaugurado por Eguren, que devendría formalismo solipsista, es presentado con las siguientes características, relevadas por Ortega:

  1. a) la separación paulatina entre el poeta y el público,
  2. b) la separación entre la poesía y un lector pasivo,
  3. c) el profundo cambio en la misma imagen del poeta: su marginación social, y
  4. d) el reclamo de otro lector para conseguir otra relación para un diálogo más radical.

Pero todas estas características (que, en realidad, hacen una sola) corresponden a la imagen del poeta formalista. Y, en verdad, nadie niega esa imagen. Tiene todo el derecho de existir y de tener sus seguidores. Pero esa existencia y ese derecho terminan donde comienza la otra tendencia del nuevo realismo. Y no se debe excluir al poeta de esta otra tendencia que no comulga con esa visión fundamentalista; y que reclama, más bien:

  1. a) la búsqueda de una nueva conjunción entre el poeta y el público,
  2. b) no adopta la actitud discriminatoria del lector pasivo, sino que orienta a todos los lectores a una mejor comprensión de la poesía;
  3. c) ese poeta contrario al individualismo solipsista rechaza la automarginación y, por el contrario, busca integrarse en un ámbito cada vez más amplio posible, lo cual implica
  4. d) la empatía con todo lector, no solo «para un diálogo más radical» con él, sino para incitarlo a un cambio más profundo y total (por ende, radical) de la sociedad que cultiva una cultura aristocrática, que margina a los «lectores pasivos» como si estos hubieran nacido así, y no fueran producto de esa sociedad que está plagada de limitaciones y discriminaciones clasistas.

El tipo de crítica al que adhiere JO es, pues, al formalista, que falsea incluso los textos que critica. Ejemplo, JO dice de JCM que al comentar la poesía de Eguren «casi lamentaba llegar a la conclusión de que en ella subsistía un espíritu aristocrático que se muestra en la evasión ante la realidad» (p. 15). Pero esa «lamentación» atribuida a JCM es falsa.4 JCM no hace otra cosa que constatar la filiación aristocrática de Eguren, lo cual no es un demérito; el no hacerlo hubiera sido una falsedad. JCM dice que en él subsiste mustiado el espíritu aristocrático, y no dice que fuera absolutamente un aristócrata. Sin embargo, JO pretende contrariar su opinión, y dice: «Esa conclusión de Mariátegui no nos parece ya válida» (Ibíd.) O sea que, si para JO ‘ya no es válida’, eso quiere decir que en algún momento sí lo fue. Pero JO, en lugar de explicar por qué ‘ya no es válida’, y en cuyo caso también debía explicar por qué sí lo fue en 1928, dice que esa opinión de JCM

«Provenía más bien de pensar al poeta como producto de una familia burguesa, propietaria, que se había depredado paulatinamente hasta la pobreza en Eguren».

Y lo real es que JCM no utiliza para nada esa explicación sociológica. Su incisión se orienta por el terreno ideológico. Más bien, JO no está haciendo otra cosa que repetir la opinión de Luis Alberto Sánchez en el prólogo a una edición de poesías completas de Eguren. Dice LAS:

«El de los Eguren Rodríguez fue un hogar apacible y confortable. No le llamemos burgués, como sería litúrgico, por la muy sencilla razón de que en el Perú solo ahora comienza la burguesía…» (SÁNCHEZ, 1974, pág. 10).

Cabe acotar que si en su momento no se podía hablar de ideología burguesa (porque de eso se trata: de ideología), sí se lo podía hacer de ideología aristocrática, que más tarde se subsumirá en aquella. Pero, de esa insuficiente explicación que JO hace de lo dicho por JCM, continúa explicando lo que él entiende por la «evasión» de Eguren, y dice:

«Esa ‘evasión’ no es sino la aventura de un mundo personal que se afirma en la misma irrealidad; destino radical que ni siquiera sospecha la posibilidad de una disyuntiva.» (Ibíd.)

Entonces no es que la incisión de JCM fuera «inválida» (aunque indirectamente JO sí atribuya validez a la suya), sino que ambas incisiones tienen su propia justificación y explicación sobre las bases de cada uno: la crítica del nuevo realismo, en JCM, y la crítica del formalismo, en JO; pues, mientras JCM asienta su incisión crítica en la realidad, JO lo hace en la pura irrealidad en que el poeta se mueve, sin que este ‘sospechara una disyuntiva de acercarse a la realidad’, y esto último es asumido como algo sin disyuntiva por su misma posición crítica. Y en otro momento de su análisis formalista, JO, cuando pasa al estudio de la poesía de César Moro, dice:

«Es curioso cómo Moro coincide, en el tono tal vez, tal vez en el mecanismo verbal dislocado, pero riguroso, con los poemas últimos de su compatriota y su par: César Vallejo

Y JO dice esto contradiciendo lo expresado por Lezama Lima, en el «Prólogo», donde este autor, refiriéndose a la crítica desplegada por JO en su libro, dice: «Su manera crítica se destaca en la revisión de la más significativa poesía peruana a partir de José María Eguren. Sobre poetas tan opuestos como Vallejo y César Moro, logra el espacio donde se insertó su escritura, el misterio de donde partió y regresó su espiral» (p. 10).

Pero JO sigue diciendo de los poemas de Moro «que (…) se levantan como un triunfo del lenguaje en el vacío: la absurdidad que advierte la conciencia poética en el mundo, parece dictar esta victoria verbal que es agonía existencial; o sea: delirio y rigor, lucidez y vértigo» (p. 146). Pero la poesía de Vallejo no se levanta en el vacío sino en su realidad social y hasta en su realidad personal. No es, pues, como dice JO que haya coincidencia entre su producción poética, ni en el tono ni en el mecanismo verbal. Y menos se puede decir que sean «pares», en ningún sentido. De ahí que se debe reconocer mayor razón a Lezama cuando dice que: César Moro y César Vallejo, en lo único que se parecen es en el nombre; pero en todo lo demás son tan opuestos.

Sin embargo, se tiene que discrepar también de Lezama Lima, pues este, al final de su cita —no obstante haber precisado que hay mucha oposición entre César Vallejo y César Moro— concluye diciendo que JO logra «descubrir» entre ambos «el espacio donde se insertó su escritura, el misterio de donde partió y regresó su espiral», y, obviamente, para ambos (JO y LL) ese espacio sería la experimentación formal. Y nunca será suficiente insistir en que ese diagnóstico de la poesía de CV es el más alejado de su verdad y realidad, reducir esa poesía al «misterio» de la experimentación verbal, es castrarla en lo esencial de su propósito vital. Y él mismo se encargó de desautorizar a ese tipo de crítica cuando escribió lo siguiente:

«La correspondencia entre la vida individual y social del artista y su obra es, pues, constante, y ella se opera consciente o subconscientemente y aun sin que lo quiera ni se lo proponga el artista y aunque este quiera evitarlo. La cuestión para la crítica está en saberla descubrir» (1973: 49).

Notas

1 «La filosofía europea no es universal». http://marxismocritico.com/2015/04/10/la-filosofia-europea-no-es-universal/. Ver también: Adalberto Santana Hernández et. al. (2011). Filosofía, historia de las ideas e ideología en América Latina y el Caribe. México: UNAM.

2 La mayúscula es del original. ¿No habrá querido decir «quiritaria»? Término usado en el antiguo Derecho Romano, alusivo a los quirites, esto es, a los ciudadanos romanos, es decir aquellos que ostentaban tal calidad por reunir requisitos (esenciales) consagrados en el Ius Civile.

3 «Se trata de la etapa que va, en líneas generales, desde 1830 hasta nuestros días; entapa en la que, esencialmente, la tendencia idealista-romántica en sus distintas variantes de esteticismo simbolista y formalista (decadentismo en general) sale al paso, con diversas alternativas y vicisitudes, de las tendencias realistas, racionalistas, sociológicas de la cultura estética actual» (Della Volpe, 1972, pág. 119).

4 Como es falso consignar como título del séptimo ensayo de JCM el siguiente: «Balance de la literatura», cuando hasta un estudiante de secundaria sabe que es «El proceso de la literatura».

Referencias bibliográficas

Della Volpe, Galvano (1972). Rousseau y Marx. Barcelona: Ediciones Martínez Roca.

Ortega, Julio (1974). La imaginación crítica. Lima: Peisa.

Sánchez, Luis Alberto (1974). Eguren: Poesía completa. Lima: Editorial Milla Batres.

Vallejo, César (1973). El arte y la revolución. Lima: Mosca Azul Editor