«Vale más canción humilde que sinfonía sin fe». J.C.
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Alan García comenzó su actividad política generando cierto asombro por su oratoria. Pero ésta –como ocurre con toda retórica formalista– devino redundante y hasta cacofónica: el mismo tono, la misma pose y la misma adjetivación. Pero todo esto fuera venial y no mortal, como lo es, si no hubiera degenerado en empalagosa cantilena, en insustancial perorata y hasta en vacuidad inane.


Nadie que padeciera su primer gobierno puede decir que éste no estuvo saturado de escándalos, que eran agravados (y no atenuados como fue la intención) por los balconazos, que, en realidad, fueron el Waterloo de su oratoria. Hogaño, quienes se ilusionaron con un posible cambio, lo único que han visto cambiar es el nombre de los escándalos, llamados ahora “escandaletes”. Pero también resulta que después de cada escándalo sale el orador de marras a insultar a los involucrados, con un vocabulario digno de cualquier malandrín suburbano. Él piensa que de esa manera “toma distancia” del escandalete y de los escandalosos. Cuando lo que propicia son ganas de decirle: ¿Por qué no te callas? Veamos el más reciente: La Universidad Alas Peruanas.


Es un escándalo en que el Presidente debería haber reservado su opinión; pero el fallido proyecto de estadista se cree en la obligación de despotricar con el vocabulario ya consabido. Y cuál es la solución que propone: Que se investigue a todas las universidades. Y es obvio que cuando se dice busquen en todas las casas, queda en suspenso la señalada en falta. Y, más bien, esa “solución” nos trae al recuerdo la nefasta política antiterrorista aplicada por el primer García: Si se tiene la sospecha de que en ese pueblo hay un terrorista, pues eliminen a todo el pueblo. Y ordenó la masacre de Cayara. Y no menos diferente fue lo ocurrido en las cárceles en 1986: Se sospecha que las órdenes de atentados terroristas las dan los líderes que están en esas cárceles, pues entonces hay que matar a todos los que están allí.


Con esa lógica –continuada por Fujimori– lo más probable es que se hubiera controlado considerablemente el aumento poblacional. Pero de ninguna manera, el descontento popular. Porque éste reclama soluciones racionales y no discursos irracionales que degeneran en bestialidad.


En mis épocas de estudiante universitario, escuché decir de Haya de la Torre que sus correligionarios, pasmados con sus discursos, decían: ¡Qué bien que ha hablao el Jefe! ¿Y qué ha dicho? No sé, pero ha hablao muy bien. Ahora se puede decir: ¡Qué buena escuela ha dejao el Jefe!