EL PERÚ SE ESTÁ MUDANDO

A lo largo del siglo XX, la narrativa peruana forjó dos buques insignia que no dejaron de bombardearse mutuamente, cada uno de ellos con una versión distinta de la política, la literatura y la vida. Me refiero a José María Arguedas y Mario Vargas Llosa. Arguedas era un autor mestizo, socialista y rural. Concebía la literatura como una lucha política a favor de los oprimidos, especialmente del mundo andino. En cambio, Mario Vargas Llosa es un autor blanco, liberal y urbano, que defiende la literatura como creación de un universo paralelo a la realidad, libre de subordinaciones ideológicas. Arguedas se suicidó en 1969, y tras el derrumbe de la izquierda política, sus libros fueron perdiendo visibilidad internacional. Vargas Llosa fue candidato a la presidencia, y hoy en día su nombre es reconocido en el mundo como sinónimo de la literatura peruana.

El duelo entre ambos tuvo un claro ganador. Sin embargo, el choque entre ambas visiones continúa determinando la literatura de mi país. Los escritores de mayor edad siguen separándose a sí mismos en dos grupos: en una esquina del ring, los andinos, seguidores de Arguedas como Luis Nieto Degregori, Óscar Colchado, Miguel Gutiérrez y Oswaldo Reynoso (quien aún se proclama marxista). Estos autores, en la tradición latinoamericana de los años sesenta, combinan temáticas sociales con una gran complejidad formal.

En la otra esquina, los costeños, como Alonso Cueto, Fernando Ampuero o Guillermo Niño de Guzmán, prefieren textos realistas e intimistas escritos con mayor economía de recursos bajo la influencia de autores anglosajones como Carver o Hemingway. Y por cierto, tienen más sentido del humor que los primeros. Sin embargo, en los últimos años, algunos de ellos han escapado a esta definición. La obra del novelista Jorge Eduardo Benavides es una muestra de gran ambición estructural, en la tradición de Vargas Llosa, y dirige el foco hacia la violencia política y la corrupción del Perú, igual que el Cueto de La hora azul o Grandes miradas.

El regreso de estos autores a los temas sociales ha tardado más de dos décadas. Y la razón de su tardanza está fuera de la literatura: en la guerra. Durante los años ochenta, las visiones del mundo aquí descritas colisionaron en ámbitos mucho más concretos -y sangrientos- que la narrativa. El conflicto armado entre la banda maoísta Sendero Luminoso -originaria de la Sierra Sur- y el Estado peruano -centrado en la capital- causó casi 70.000 muertes y desapariciones. Como en pocos conflictos, la cifra de bajas fue muy similar de ambas partes. Tras 12 años de fuego y muerte, no parecía que las palabras pudiesen servir para algo. No parecía posible introducir algún sentido en el caos. Y, a pesar de la derrota de Sendero, esta vez no había un ganador tan claro. Sólo millones de perdedores.

Quizá por eso, muchos de los escritores peruanos surgidos después optaron por inventar sus propias geografías personales. A partir de los noventa, los narradores no escriben para retratar al Perú sino para huir de él. Mario Bellatín ambienta sus historias lejos de cualquier referencia a un país concreto. Iván Thays ideó Busardo, una ciudad de ecos mediterráneos. Los personajes de Leyla Bartet recorren Tokio, Caracas, Bulgaria. Enrique Prochazka viaja de la ciencia ficción al Asia medieval. Y tras ellos llegaron Luis Hernán Castañeda, con títulos tan elocuentes como Casa de Islandia. O Ezio Neyra, cuyos falsos policiales están ambientados en Lima, pero bucean en las ciénagas de la infancia y la identidad individual.

Por supuesto, esta rápida clasificación -como todas- es parcial y deja cabos sueltos. Por ejemplo, sería difícil situar aquí a Fernando Iwasaki, cuyo sentido del humor se mueve con la misma soltura en el barroco español y en las calles del centro de Lima. Y por supuesto, cuesta encajar a Daniel Alarcón. Sus personajes son desaparecidos y guerrilleros. Sus escenarios son los barrios pobres de Lima y la selva azotada por el ejército. Así las cosas, cuesta creer que Alarcón creció en Alabama y escribe en inglés.

Y es que el Perú se está mudando. Los peruanos -como los colombianos, dominicanos, ecuatorianos- ya no nacen sólo en el territorio nacional. Mientras los que están dentro tratan de huir, los emigrantes buscan su memoria y su origen en el territorio de la ficción. No es fácil precisar qué define a un peruano. Ya no es su punto de residencia. Ni siquiera su lengua. Y por supuesto, en ningún caso es su temática.

De hecho, los géneros tampoco son lo que fueron. Arguedas, obsesionado con documentar la realidad peruana, se sorprendería al ver que lo más innovador de la literatura peruana es el periodismo. Sergio Galarza acaba de publicar una crónica sobre Los Rolling Stones en el Perú . Sergio Vilela escribió la historia de la creación de La ciudad y los perros. Gabi Wiener, radicada en Barcelona, prepara un libro sobre el sexo en locales de intercambio de parejas. Toda una nueva generación de escritores busca historias en una realidad que desborda a la ficción, y en un mundo cada día más ancho y más ajeno.