El tema de la corrupción sigue en pie. Y, por lo visto, lo seguirá no se sabe hasta cuándo, si las promesas de los nuevos gobernantes –al parecer– se siguen quedando en eso ‘promesas, simples promesas’. Y esto es así, obviamente, porque la lucha contra la corrupción no responde al estímulo de las “buenas intenciones” (de las que, como se sabe, está empedrado el infierno): es un imperativo social, porque es la sociedad la que está podrida (asesinatos, violaciones de menores, racismo, violencia deportiva, inobservancia de las normas en la administración pública, etc.) Esa podredumbre requiere de una voluntad política radical, es decir: que vaya a las raíces –que es de donde sube la podredumbre– y no irse por las ramas, creando comisiones de ética o recomendando a la misma administración pública corrupta que ponga correctivos a su accionar.


Y digo esto porque algo de lo escrito al final del párrafo precedente se dio en la Universidad Nacional de Piura (y es probable que lo mismo haya ocurrido en las demás universidades públicas, puesto que esas decisiones las coordinan los rectores en esa cueva infecta que es su enclave). A propósito de la homologación, en el año 2006 el gobierno de Alan García hizo algunas modificaciones a la Ley Universitaria y, por supuesto, instó a las universidades a que adecuaran sus estatutos a dichas modificaciones.


Pero lo que se hizo en la Universidad Nacional de Piura fue modificar todo el Estatuto y el Reglamento General, no para adecuarlos a las modificaciones aludidas sino para ponerlos a tono con los intereses de la corrupción que allí impera. Y desde el comienzo hubo una irregularidad garrafal, puesto que si se iba a modificar todo el Estatuto –como se hizo –debió formarse una Asamblea Estatutaria, y no que fuera la Comisión Académica del Consejo Universitario, puesto que –para colmo en el yerro– existe en este Consejo, por lo menos, una Comisión de Reglamentos que, de todos modos, es incompetente, pues tres o cuatro docentes no representan ni el sentir ni la visión ni la intención de todos los estamentos de la Universidad, para hacer cambios como los impuestos. 

  

Pero uno de los resultados de ese entripado es que ahora los Departamentos Académicos (que antes tenían participación directa en la designación de sus miembros para cualquier cargo funcional) han perdido toda injerencia en ello. Y ahora esa atribución sólo recae en el Decano. Y es tan burda la maniobra que dicha autoridad (decano) resulta ahora estar por encima del Consejo de Facultad, pues esas designaciones ni siquiera pasan a este órgano superior para ser aprobadas, sino que van directamente al Consejo Universitario (que es el enclave de los decanos), para ser allí “ratificadas”, o sea que el Decano no sólo designa, sino también “nombra”; entrando todo ello en flagrante contradicción con la Ley Universitaria y los mismos Estatuto y Reglamento General que consideran al Consejo de Facultad como la máxima autoridad de la Facultad.


Pero esa irresponsabilidad no prosperara si hubiera una reacción ética de rechazo por parte de los designados, si es que ellos tuvieran la suficiente honestidad de revisar las normas y enterarse de esos pormenores irregulares, que están invalidando su misma “designación”. Pero, es pedirle peras al olmo; porque hay “designados” que no sólo no rechazan esa irregularidad sino que ni siquiera revisan las normas para saber si ellos cumplen con los requisitos exigidos. Y esos mismos requisitos impuestos en las modificaciones realizadas el 2006, señalan que la mayoría de los cargos (jefes, directores, etc.) recaigan en profesores de la más alta categoría y con el más alto grado académico. Es decir, que si hay docentes principales con el grado de Doctor es entre ellos que se realiza la designación, y no entre los profesores que tienen sólo maestría. Y el decano debe hacer la designación sin discriminar a quienes no son de su entorno, sino hacerlo a quien corresponde simplemente (inclusive sin necesidad de consultarle si acepta o no; porque es obligación de todo docente hacerlo, salvo impedimentos de fuerza mayor).


Y ya en el colmo de la anomia de los designados es que en algunos casos son sujetos que han sido condenados judicialmente por haber incurrido en el delito de usurpación de funciones (y a quienes las autoridades “premian” con nuevos cargos); sin embargo, vuelven a cometer el mismo delito al aceptar una designación para la cual no cumplen con los requisitos exigidos. Pero –como precisamos en el título de este artículo– “gallina a la que le queman el pico, no escarmienta”.