LOS ESTUDIOS LITERARIOS Y LA LUCHA DE CLASES

Suscribo plenamente los planteamientos de Juan Cristóbal y Dante Castro cuando establecen la relación que existe -de manera ineludible- entre la literatura y la lucha de clases. Ahora sólo quiero complementar algo que dije en mi intervención anterior. Ahí dije “que el trabajo literario no es un campo de batalla”, pero lo hice tratando de precisar que esa batalla no se da de una manera explícita. Porque cada quien escribe sin pensar (previamente) en un enfrentamiento confrontacional con un opositor.

Quien escribe lo hace en el ámbito de la poética, es decir con los parámetros del trabajo artístico, con toda su concepción del mundo (que, de manera implícita, plasma su postura ideológica, social, poética, ética, estética, etc.); y todo eso lo expresa cada escritor a través de la tendencia que mejor sustenta sus expectativas artísticas, y -en tal sentido- hay sólo dos tendencias, la del formalismo y la del realismo, que implican, respectivamente: alejarse de la realidad o acercarse a la realidad.

La confrontación ideológica se da en el ámbito de la estética, en el que existen parámetros para precisar este tipo de controversias y tiene un carácter extra-artístico pero no extra-estético y, sí, en todo caso, metaliterario: el establecimiento de las relaciones que la literatura tiene con la sociedad y la política, en una palabra: la lucha de clases. Y es esta una confrontación que se percibe -estéticamente- desde los orígenes de la Literatura, y se puede rastrear, de manera puntual -con obras y autores- a lo largo y ancho de la historia literaria universal. Pero, para no hacer pesado este artículo, me referiré sólo a la historia antigua de la literatura peruana.

Es difícil no percatarse que, con la llegada de los españoles, se instauró la existencia de dos tipos de literatura: una, la oficial, culta, académica y dependiente de la metrópoli (formalista, en una palabra), y otra, la marginal, popular, espontánea y ligada a lo nacional (realista, en una palabra). La primera dio por no existente a la segunda, y ésta fue condenada al ostracismo. Sus representantes (siervos indígenas, esclavos negros y españoles pobres que, de hecho, la practicaron) fueron sepultados en el olvido, aunque algunas de sus obras encontraron refugio en la memoria popular, y el folklore se encargó de rescatarlas en forma de canciones, poemas, leyendas, narraciones que aún hoy siguen haciendo que se cumpla el aforismo vallejiano: “todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él”.

Mientras que, por el otro lado, ¿quién se acuerda o busca las obras de los formalistas de la antigüedad? Esos primeros formalistas de nuestro pasado literario (y sus herederos) han sido descritos -de manera insuperable- por José Carlos Mariátegui con la siguiente aseveración: “Toda la literatura de esta gente da, por esto, la impresión de ser una literatura desarraigada y raquítica, sin raíces en su presente. Es una literatura de implícitos ‘emigrados’, de nostálgicos sobrevivientes”. ¿Quién lee ahora al “Doctor Océano”, José Peralta, por más que hubiera publicado un mar de obras?, pero sí se lee con gusto a Caviedes y a Melgar. Si se hace, pues, un paralelo con la literatura peruana del presente, si bien los actores, el escenario y los parlamentos han cambiado, no obstante es la misma (o similar) representación dramática que se da. Y así como José Carlos Mariátegui decía de Melgar que: “desdeñado por los académicos, sobrevivirá a Althaus, a Pardo y a Salaverry, porque en sus yaravíes encontrará siempre el pueblo un vislumbre de su auténtica tradición sentimental y de su genuino pasado literario”, contradiciendo a Roncagliolo, podemos decir que -en un futuro no lejano- se ha de decir de Arguedas que sobrevive a los Vargas Llosa y Cia. Porque, al decir del mismo Mariátegui: “El artista que en el lenguaje del pueblo escribe un poema de perdurable emoción vale en todas las literaturas, mil veces más que el que, en lenguaje académico, escribe una acrisolada pieza de antología”.

Porque la confrontación no se da para determinar quién ‘escribe mejor una acrisolada pieza de antología’, sino para determinar quién expresa con mayor fidelidad su relación con la vida. Y como esa “relación con la vida” no es un absoluto filosófico, sino una ‘noción de sólido y viviente contenido social’ (como la definía César Vallejo), por eso, seguidamente, pregunta Vallejo: “¿Vamos a aplicar indistintamente el epíteto de revolucionario, verbigracia, a Pirandello, y de reaccionario a Gorki?” Y la respuesta -aunque Vallejo la da por obvia- es, ciertamente, ‘no’. Vallejo -en este caso- está haciendo estética al opinar como observador de obras ajenas, y no está haciendo poética, es decir, no está reflexionando sobre o dentro de su propia obra.

Pero al reflexionar dentro de su propia obra, Vallejo expresa su deseo de “decir muchísimo” (“Quiero decir muchísimo y me atollo”) porque él ha adoptado la tendencia del realismo que es la tendencia de quienes se acercan a la realidad (que es también su realidad), y por eso rechaza la posibilidad de aceptar un verso ‘bello como la espuma’ (“Quiero escribir pero me sale espuma”), porque no se trata de alejarse de la realidad para hacer una obra puramente bella; sino de enriquecer esa ‘tradición sentimental y ese genuino pasado literario’ de que habla Mariátegui.

Porque esa realidad que palpita tanto fuera como dentro del escritor es una sola realidad que es expresada de una manera artísticamente especial pero no de una manera autónoma, como pretenden los formalistas de ayer y de hoy.

Porque el “universo paralelo a la realidad, libre de subordinaciones ideológicas” (de que habla Roncagliolo) es una ilusión, una sombra, una ficción (parafraseando a Pedro Calderón de la Barca) y el mayor poema escrito así es pequeño, pues toda la literatura formalista es sueño y los sueños, sueños son.