DINÁMICAS DE INCLUSIÓN Y EXCLUSIÓN EN LA NARRATIVA PERUANA ACTUAL

NOTA DEL MODERADOR: Este trabajo de Alfredo Pita lo hemos rescatado gracias a la intervención de Jorge Chávez Silva, quien -un poco con retardo- nos ha enviado un artículo con la intención de contradecir a otro, «Polémica infinita», firmado por Dante Castro. El artículo de Jorge Chávez lo editaremos después de publicar la refutación que -de inmediato- Dante Castro ha elaborado contra las tesis de Pita. Al parecer el texto de Alfredo Pita no tuvo mucha difusión en el contexto de la polémica que generó el Congreso Internacional «25 años de narrativa peruana 1980-2005», realizado en la Casa de América, en Madrid, el año 2005. En tanto que su ponencia –publicada posteriormente en la página virtual Ciberayllu- es también opinable, consideramos pertinente incluirla aquí.

Las siguientes consideraciones quieren aludir a un fenómeno importante para la literatura peruana en la etapa que nos ocupa: los escritores que se han ido, que se van o que se irán. Nuestros creadores siempre se fueron, y ahora más que nunca. Es pues un tema para reflexionar. Como sabemos, actualmente, un diez por ciento de la población peruana, unos dos millones y medio de personas, están en el extranjero. Suponiendo que un ínfimo porcentaje de esa masa exilada se interesase en la cultura, la literatura y la creación, la cifra resultante podría llegar a sorprendernos. Pero éstas son especulaciones. Dejémoslas a los estadísticos que en el futuro estudiarán nuestro tiempo.

Sé bien que el título propuesto originalmente (Dinámicas de inclusión y exclusión en la narrativa peruana actual: la escuela de París), sonoro, solemne, hará que más de un asistente espere de buena fe una exposición académica, una disertación profesoral en que la erudición y la dialéctica se disputen el espacio con la elegancia expositiva y la didáctica. Los tranquilizo de antemano, nada de eso viene en las páginas que les voy a leer. Cuando los organizadores me pidieron que enmarcara mi intervención en las normas del coloquio universitario, dudé, y estuve a punto de renunciar, pero, luego, pensándolo bien, me dije que era la oportunidad de exponer algunas ideas. Voy pues a intentar una ponencia, que si no universitaria, será al menos la de un escritor. El título, sobre el que volveré al final, es un guiño, un pretexto, un juego, para nada una provocación.

En diciembre de 1983, un accidente de aviación, ocurrido en Madrid, segó la vida, entre otros, de Manuel Scorza, poeta peruano, leído y popular hasta unos años antes, y que por entonces se había convertido en un narrador reconocido por su saga novelesca «La guerra silenciosa». Reconocido es un decir, porque si bien esto era cierto en París, Barcelona, Madrid, Milán o Buenos Aires, en el Perú los canales tradicionales de legitimación literaria le restaban méritos, autenticidad y, por ende, calidad. Scorza se quedó pues sin su propio marco nacional. Y su muerte no arregló nada. Al contrario, su obra se quedó sin el autor para que la defendiera y la tarea de sus denigradores fue más fácil.

El drama de Scorza, o sea la invisibilidad persistente en su propio país, tuvo que ver con tres factores: escribió sobre el drama del campesino peruano; lo hizo con un lenguaje brillante y eficaz, tomado según algunos del realismo mágico, lo que era impropio para los celosos guardianes del templo indigenista; y, lo que era más grave, de inmediato obtuvo acogida editorial y un gran éxito de público. Un público, es cierto, internacional. Estos elementos, unidos a otros pecados, a reproches que se le hacía debido a su pasado de editor en el Perú (campo en el que más bien tendría que habérsele premiado), sirvieron para montar el proceso subterráneo contra el escritor que, como ya he dicho, fue condenado a la inexistencia por el crimen nefando de haber escrito sobre indios en el extranjero y por haber tenido éxito con ello.

En aquel tiempo, el ámbito literario peruano era aún más estrecho y provinciano que hoy. Los mecanismos de percepción, de evaluación y de legitimación de una obra literaria en aquellos días podían ser fácilmente mezquinos, subalternos. Y no era de extrañar, pues tras el éxito rotundo de Vargas Llosa, en los 60, los dogos de la autenticidad doméstica, los improvisados críticos, los vigías atentos al éxito del otro, dormían con un ojo abierto. Se podría pensar que las cosas han cambiado con las radicales modificaciones ocurridas en el país y en el mundo. Con cierto optimismo se podría pensar que procesos como el que padeció Scorza son inconcebibles en el postmoderno mundo de hoy, interpenetrado por la globalización y por todo tipo de hibridaciones, en el que ya no sólo funciona la búsqueda de lo universal a través de los particular, como regla de oro para medir el alcance de una obra, sino también todo lo contrario. Votemos pues por el futuro. Hoy, cuando el ser humano va de la periferia al centro y del centro a la periferia con naturalidad, sin que ningún tipo de frontera se le resista ni lo asombre, las cosas tal vez estén cambiando para bien.

En todas las literaturas, a través de todos los tiempos, siempre se ha dado un movimiento de fecundación, de fermento y de renovación, en que el ingenio de los individuos y los pueblos ha sido potenciado por dos elementos enriquecedores: el viaje y la renovación. La literatura peruana no escapa a este fenómeno. Es más, en su caso, bien podría afirmarse que de no haberse puesto en marcha este mecanismo, ella simplemente no existiría. Este congreso es la mejor prueba de que se empieza a reconocer el movimiento, el viaje, el exilio, no como ingredientes exóticos sino como elementos consustanciales de nuestra literatura, que es, desde siempre, mucho más compleja que lo que han pretendido ciertas visiones que han prevalecido hasta hace poco, impuestas por los dogmáticos, por los acaparadores, en nuestro país, del poder cultural, que, como es sabido, sea éste grande o pequeño siempre es mezquino y miope.

El Perú, o, mejor dicho, su mejor representación simbólica, la literatura peruana, se las ha arreglado casi desde el comienzo para ir generando una visión limitada de sí misma. En ella nos instalamos plenamente a comienzos del siglo XIX. Los costumbristas y tradicionalistas pretendían afirmar una literatura que dejando de ser española, intentara ser americana, criolla, peruana. Lo que lograron fue una literatura limeña, que se expresó en el teatro y en la crónica de filiación histórica, y que era, como la ciudad capital de entonces, amable, ligera, pícara y chismosa, y que se ocupaba más de lo que pasaba en los salones que había dejado la expulsada corte virreinal que de los corralones donde vivían los indios y los negros, para quienes la suerte no había cambiado.

Estaba claro, por entonces, que la literatura de nuestro país era castiza o neocastiza y que debía ser exclusivamente hecha por peruanos hispanohablantes, quienes debían dar cuenta de lo que era la vida en el antiguo reino convertido en república. Esto duró hasta fines del siglo XIX y a comienzos del XX. Por reacción, y después del gran traumatismo de la guerra del Pacífico, algunos intelectuales bien intencionados, movidos por la compasión y el paternalismo, como Clorinda Matto de Turner, decidieron que la verdadera literatura peruana debía hablar de los indios y sus problemas, puesto que todo lo demás no era auténtico, y menos telúrico. No llegaron a reclamar, no obstante, que los indios escribieran sobre los indios. Eso recién comienza a verse sólo en nuestros días.

Las condiciones para todos los excesos estaban dadas. A partir de ese momento, los peruanos amantes de los libros y de la literatura, en forma soterrada hemos debido padecer, sobre todo en la narrativa, la encarnizada guerra de los campeones del realismo, ya sea el costumbrismo o el indigenismo irredento, que bajo distintos avatares y disfraces, en su lucha sorda (aunque a veces estridente), no han dejado a la literatura peruana desarrollarse como merecería, como expresión del imaginario de un pueblo que son muchos, ricos en culturas y en historia. Así, de tiempo en tiempo surgen escuelas, capillas y bandas, provinciales y capitalinas, populistas y de salón, que se obstinan en negarse las unas a las otras y, que se han esforzado, de manera a veces suave, otras veces virulenta, por secretar el segregacionismo. Cómo no ver en estas querellas recurrentes la implícita reivindicación de una quimera, de una «verdadera» literatura peruana, de una «verdadera» narrativa nacional. Nada más patético, nada más provinciano en el peor sentido de término. No hay ninguna «verdadera» literatura peruana, y esto felizmente. Hay muchas. Y en este campo comenzamos a acercarnos, como espero lo demuestre este congreso, y conservando las proporciones, al caso de Argentina, o de Brasil, donde desde siempre conviven plurales propuestas y muestras de capacidad y talento de escritores surgidos de una cultura múltiple y variada.

Singular drama éste, en un país en que la literatura escrita llegó hace apenas cinco siglos y de la mano de extranjeros, de viajeros. ¿Qué otra cosa fueron los cronistas españoles, no todos ellos nacidos en España, por supuesto, que transitaron y vivieron en los territorios de lo que sería luego nuestra patria?

¿Cómo podríamos no ver como peruana una literatura escrita por esos extranjeros que, pese a ser sólo rústicos soldados, vinieron y se instalaron en nuestra tierra trayendo en su equipaje viejas utopías universales y el papel, la pluma, la letra impresa, los vehículos del humanismo y el renacimiento? Instrumentos con los que quisieron hablar de un mundo nuevo, sentando las bases sobre las que se iba a construir no sólo nuestro imaginario sino nuestra realidad, la del Perú que las generaciones presentes hemos llegado a conocer, a amar y hasta a llorar. Su capacidad de aventura, su curiosidad, lanzaron una dinámica que luego daría sentido de nuestra aventura colectiva e individual.

No iba a pasar mucho tiempo sin que el fenómeno se enriqueciera con la dinámica opuesta, la de los peruanos que iban a emigrar a otras tierras, hacia Europa, en primer lugar, como el Inca Garcilaso, para poder ser, al fin, seres completos y expresar el mundo complejo, violento, absurdo y hermoso a la vez, descomunal y cruel, y tan humano, que habíamos recibido en heredad.

Del trabajo de los cronistas, para completarlo, denunciarlo o refutarlo, partió el Inca Garcilaso en su intento, más que feliz, de escribir su visión fundadora del mundo que existió en nuestras tierras antes de la llegada del conquistador. Mundo que él había conocido, y que estaba ya liquidado cuando él, hombre ya maduro, desengañado de los pequeños sueños vinculados al apellido y a la Corte —y tras haber participado en la liquidación de las revueltas de moriscos en las Alpujarras—, se retira para escribir, para, como cualquier otro escritor digno del nombre, recrear el paraíso perdido, el de la infancia, y legarnos, sin darse cuenta tal vez de lo que hacía, las bases de una visión del Perú que se impondría en el mundo.

El Inca Garcilaso, que es el símbolo de la peruanidad, en la medida que une en su persona lo foráneo y lo indígena, lo hispánico y lo americano, y que se halla en la bisagra misma del encuentro de mundos que se produjo en aquel tiempo, no sólo es, por todo eso, padre fundador de nuestra literatura. Lo es también porque en el comienzo mismo de la aventura literaria peruana, el Inca la ratificó con la impronta que iba a marcarla por siglos, hasta nuestros días. La puso bajo el signo del viaje, bajo el lema y la alegoría del sueño que necesita el exilio para poder existir. ¿En donde escribió el Inca Garcilaso? ¿En Cusco? ¿En Ayacucho? ¿En la mítica y rebelde Vilcabamba? No, en Andalucía.

Su aventura sería premonitoria. La literatura peruana de los siglos siguientes fue posible gracias al mismo fenómeno. Raro es el escritor peruano que no haya viajado, raro es el que no haya sido tentado por los mil horizontes que nos ofrece nuestra patria y el mundo. Por alguna extraña razón, en los genes espirituales de nuestra cultura estaba inscrito el viaje como componente de nuestras fantasías y ficciones, de nuestra exploración en pos de nuestra plenitud creadora. Nuevos judíos errantes, debíamos deshacer el camino de nuestros padres para hallar los ingredientes que debían completar lo que nos había sido dado en el momento mismo de nuestro nacimiento. Su aventura sería premonitoria. La literatura peruana de los siglos siguientes fue posible gracias al mismo fenómeno. Raro es el escritor peruano que no haya viajado, raro es el que no haya sido tentado por los mil horizontes que nos ofrece nuestra patria y el mundo. Por alguna extraña razón, en los genes espirituales de nuestra cultura estaba inscrito el viaje como componente de nuestras fantasías y ficciones, de nuestra exploración en pos de nuestra plenitud creadora. Nuevos judíos errantes, debíamos deshacer el camino de nuestros padres para hallar los ingredientes que debían completar lo que nos había sido dado en el momento mismo de nuestro nacimiento.

Y así llegamos a nuestro tiempo, a un periodo que nos obliga a preguntarnos: ¿en dónde se escribió la gran novela peruana del siglo XX? No sólo en el Perú, por supuesto. No sólo en Lima, o en las grandes ciudades de la Costa, de la Sierra o de la Selva. Algunos de los grandes libros que nuestros hermanos mayores produjeron para solaz y enseñanza nuestra, y para asombro del mundo iberoamericano, surgieron en el viaje, en deliberado exilio, en el alejamiento potenciador de los sueños. De los grandes narradores peruanos del periodo, prácticamente todos debieron irse para poderdesarrollar o culminar una obra. Alegría, tuberculoso, gracias a una beca solidaria que le dieron amigos chilenos, pudo escribir, mientras convalecía, esa novela que lleva uno de los más hermosos títulos de la historia de la literatura universal: El mundo es ancho y ajeno, donde los personajes no hacen sino viajar. Y qué decir de Vargas Llosa, de Ribeyro o de Bryce. Sus obras inmensas no son concebibles si no hubieran tomado en determinado momento la decisión de poner distancia con el Perú para poder escribir.

Todo esto me trae a la memoria, naturalmente, el destino trágico de José María Arguedas, el otro gran narrador, que junto con los citados construyeron esta etapa decisiva de nuestra creación, de la creación de nuestros mitos modernos y de nuestra consciencia. A diferencia de todos los otros, Arguedas no se exiló, trabajó (desarrollando incluso teorías al respecto) en el Perú. Pero también fue el único de nuestros grandes escritores que se mató. Se disparó un balazo en la sien, un atardecer de fines de noviembre de 1969, en la universidad en la que se ganaba la vida como profesor. Cómo no recordar con amargura aquella polémica que lo afectó cuatro años antes, en 1965, y que fue lanzada directamente no por los sectores literarios, sino por los sociólogos, quienes lo acusaron de no reflejar con veracidad la realidad en Todas las sangres. Lo peor es que Arguedas escuchó a estos dogmáticos y se culpabilizó, y se deprimió tanto que ya por aquel entonces hizo un primer intento de matarse.

Cuando uno evoca todas las formas que tenemos los peruanos de hacernos daño, sentimos que surgen del fondo de la historia las grandes interrogantes: ¿Qué es el Perú? ¿Qué cosa es la peruanidad? ¿Quién es peruano? ¿El que nace en el territorio? ¿El que escribe sólo en castellano, que es sólo una de las lenguas que se hablan en el país? Al respecto recuerdo un poema de un poeta nuestro contemporáneo, al que no menciono porque lo cito de memoria y aproximadamente: «¿Por qué soy peruano? Simplemente porque he decidido amar a este país difícil». No hay otra razón. Este acto volitivo está en la raíz de la obra de Arguedas y de todos los otros citados, así como de todos los escritores que trabajando actualmente fuera, de algún modo se las arreglan, en sus obras, en sus compromisos cívicos, en su vida, para volver siempre al puerto de partida, al puerto del corazón, pagando en muchos casos el precio.

A propósito de compromisos cívicos, al pensar en las intrigas, contiendas y polémicas en las que a veces se engarzan nuestros escritores, hay peruanos que deben decirse que más nos hubiera valido, en los años 80 y 90, que nuestros escritores alzasen la voz para intentar detener la masacre, la sangría que en esta etapa, en Ayacucho y muchas otras partes del país, desataron el terrorismo y la represión militar, fenómenos gemelos, bárbaros y etnocidas ambos, y que costó la vida a 70.000 personas, en su mayoría quechuahablantes. La Comisión de la Verdad ha dicho que, en los años de plomo, una mayoría de peruanos callaron ante el crimen. La explicación que dan muchos ya ha sido escuchada en otros sitios, en otros momentos de la historia: no lo sabíamos. Lo terrible es que los escritores, los que detentaban la palabra, con honrosísimas excepciones, también callaron. Perdóneseme esta digresión.

Las cosas deben haber cambiado, decía. Y los escritores que trabajan dentro y fuera del país tal vez están, por fin, libres de nuestros viejos demonios. Pienso en particular en los que se fueron, en Benavides, Suárez Simich, Iwasaki y Roncagliolo, que trabajan en España; en González Viaña, Martínez, Goldemberg y Piérola, que están en Estados Unidos; en Rosas, en Grecia Cáceres, en Tocilovac, en Nájar, en Patricia de Souza, en Rodríguez Liñán, en Leyla Bartet, en Herrera, Cuba Luque, Wong, Mamani Macedo y Mostacero, que trabajan en Francia; en Lingán, que trabaja en Alemania; en Morillo, que está en Pekín, donde tambien trabajaron Reynoso, Miguel Gutiérrez (aquí presente) y Málaga; y en tantos otros, que escriben y se esfuerzan por publicar en Suecia, en Europa del Este, en Australia o en la Conchinchina. Ellos, que escriben buena parte de la literatura peruana actual, tal vez no conozcan los agresivos olvidos que sufrieron Scorza y otros. En todo caso, si algo los tocara, que no pierdan de vista que se trata apenas de combates de retaguardia de una cultura que sólo ahora comienza a verse tal cual es; de signos de nuestra particular forma de ser, heredada de todos los reinos de los que procedemos y que sólo ahora intentamos cambiar, tal como lo demuestra este congreso, que algún obtuso no dejará de calificar de «cosmopolita».

Hay buenas señales de que los tiempos cambian. El desarrollo en el Perú, por ejemplo, de poderosas corrientes de creación que prescinden de la capital, de sus cánones de prestigio y de sus canales de divulgación, y que se desarrollan en provincias. El fuerte impulso de la literatura escrita por mujeres, y hablo no sólo de la poesía sino también del cuento y la novela. Y está la acogida que algunos sectores dan a las obras de escritores peruanos nacidos en el extranjero, como Lauer, Adolph, Tocilovac, etc. O que simplemente han escrito en otras lenguas, y cuyas obras, con toda justicia hoy son vistas por algunos peruanos como propias. El caso más notable es sin duda el de César Moro, poeta que escribió la mayor parte de su obra en francés.

Así, para terminar, vuelvo al comienzo. ¿Cómo justificar mi título? Me explico. Un día, en París, meditando sobre estos asuntos me puse a pensar en dos amigos peruanos que escriben allá. Uno de ellos, Patrick Rosas, no hace otra cosa que intentar escaparse de la literatura peruana. Es alguien que incluso evade en su literatura todo referente concreto al Perú. Alguien que sería feliz si lo tomaran por un escritor sin patria. El otro, Goran Tocilovac, es un serbio, un yugoslavo de la Yugoslavia que fue, que tras haber hecho estudios en San Marcos, sólo sueña con que lo consideren como un escritor peruano, como parte de la literatura nuestra, al punto que actualmente acaricia el proyecto de irse a vivir al norte del Perú para escribir una novela sobre el Señor de Sipán. Ambos necesitan sus sueños para poder existir. Dinámicas de exclusión e inclusión en la narrativa peruana de hoy. Ambos representan el movimiento nuestro y para nada tienen en cuenta la intervención o la existencia de los negadores, de los expulsadores, de los guardianes lamentables de templos desolados y vacíos.

Esta es la escuela de París, una escuela cuyos espacios aún son recorridos por las sombras de nuestros grandes hermanos mayores. Una escuela signada sólo por su apertura y pluralidad, pero que como escuela propiamente dicha no existe, nunca existió, como no existe la escuela de Madrid, de Nueva York o de Tokio, ni siquiera la de Cusco, de Chiclayo o de Madre de Dios. Existe simplemente la propuesta hoy más que nunca polifacética y versátil de los nuevos escritores peruanos. Su capacidad de crear mundos, que cambian como el mundo que nos ha tocado, ilustra de algún modo, para mí, el espíritu que anima la eclosión de la actual narrativa peruana, a la que una sola palabra puede definir. Una palabra. Tomémosla prestada a un sonoro poeta peruano de los años 50: Libertad. Los escritores peruanos de hoy trabajamos con una libertad que nadie podrá expropiárnosla, ni siquiera nosotros mismos.