El doctor Alan García dice ahora que no es justo lo que Europa se propone hacer con la inmigración.


“Yo pienso que la globalización debería incluir el libre tránsito de las personas”, ha dicho en sus segundas nupcias con el tema.


¿Pero no había dicho lo opuesto días atrás? ¿Y no es que se trató el asunto migratorio en la Cumbre ALC-UE?


Sí, pero tangencialmente. Lo suficientemente de costado como para que los europeos lanzaran hace dos semanas, sin sentimiento de culpa alguno, la mayor ofensiva en contra de quienes permanecen, sin permiso de residencia, en su territorio.


¿Es que el doctor García pensaba que la globalización incluía la circulación sudaca, la diáspora africana, la trashumancia este-europea y la avalancha plurinacional del islamismo?


No lo creo. El doctor García es todo menos ingenuo. Lo que pasa es que para las tribunas un presidente debe aparentar haber sido sorprendido cuando sucede algo como lo que acaba de pasarle a Latinoamérica.


Quizás el primer García de esta historia fue el mejor. El otro parece haber salido de su incoherencia habitual y de los consejos de los encuestólogos.


En todo caso, al margen del doctor García, este columnista piensa, modestamente, que en el caso de la inmigración ilegal el sudaquismo mental y el marcopolismo de patera en el estrecho deberían de buscar mejores argumentos. O sea que eso de pintarnos como víctimas sin remedio nos tiene a algunos hasta la coronilla.


Y me importa poco si lo que voy a decir no es popular ni engríe a la progresía de Pavlov.


Vamos a ver, ¿qué es esa grosería de decir que la inmigración ilegal es buena cuando procede de nuestros aeropuertos?


¿Es ilegal o no? Y si es ilegal, ¿en nombre de qué “principio” el sudaquismo la defiende con uñas, dientes y abogados de Azángaro? ¿O es que entre nosotros lo legal y lo ilegal ya han llegado a ser términos vaciados de contenido, intercambiables cuando conviene? ¿O es que como en esta región la ilegalidad es un hábito de masas nos indigna que en Europa se pretenda perseguirla? ¿Queremos exportar a Europa nuestro intenso amor por el legicidio?


¿Sabe el sudaquismo editorial cuántas mafias especializadas en trata de migrantes están instaladas en Europa? Habrá que decirlo: son miles. Y desplazan mano de obra clandestina, en unos casos, y legiones de casi seguros desempleados (cuando no de potenciales delincuentes), en otros.


Al sudaquismo le gusta recordar la conquista hispánica como fuente de reflexiones jurídicas y reciprocidades migratorias. Es extraña la manera de pensar del sudaquismo: ¿cómo es que un expolio de tintes genocidas, perpetrado antes de que se fundara cualquier asomo de derecho internacional, puede ser fuente de juridicidad? Con esa lógica, el nordeste brasileño debería invadir y asfixiar hasta la muerte a Lisboa y, como compensación a las anexiones decapitadoras de Gengis Kan, la pobreza de Afganistán debería saciar sus hambres en las estepas de Mongolia.


Si no queremos perder autoridad moral para seguir exigiendo un orden internacional distinto, no podemos defender “lo ilegal” de un modo tan esperpéntico. Si empleamos la misma pasión argumental para reclamar la justicia que para exigir la impunidad frente a “nuestros ilegales”, lo único que logramos es ser patéticos –característica que muchas veces el sudaquismo obtiene sin demasiado esfuerzo-.


También se nos dice que aquí recibimos, ya en el siglo XIX, a muchos migrantes europeos. Bueno, la verdad es que en el Perú recibimos a pocos europeos porque estuvimos muy ocupados en seguir esclavizando a la población negra que empezó a llegar con el comienzo de la Conquista y, más tarde, en recibir a esclavos chinos “contratados” en Macao o Cantón. Y cuando, tras el desastre de la guerra con Chile, los culíes se quedaron con los derechos que el invasor les había otorgado en pago por su entusiasta colaboracionismo, los latifundistas peruanos se acordaron del indio altoandino y lo convirtieron en siervo.


Y aquí el racismo era de tal naturaleza que el peruanista Watt Stewart recuerda en “La servidumbre china en el Perú” que hasta Manuel González Prada incluyó en el primer programa de la Unión Nacional “el rechazo a la inmigración china”. Lo que más se temía era el crecimiento de esa “subraza” llamada, despreciativamente, “la de los injertos”.


Aquí la inmigración europea no tuvo el significado que tuvo en otros países. Y no llegó sino cuando el gobierno la buscó y la estimuló con premios y exenciones. Pero cuando, en 1849, el Perú solicitó a nuestras legaciones en Inglaterra y Bélgica que inscribieran la mayor cantidad de viajeros que quisieran poblar el Perú, la respuesta fue nula a pesar de que se prometía tierras productivas a título de donación, exoneración de tributos por diez años y trato especial para que ninguno cumpliera el servicio militar.


Y aunque Juan Gallagher había traído un puñado de irlandeses para sus propiedades agrícolas en el Callao, lo cierto es que los primeros alemanes que llegaron al Callao fueron tan maltratados y desatendidos, que el 4 de enero de 1853 el cónsul alemán formuló una queja formal ante el Intendente de Policía de Lima.


Y la mala fama del Perú como país receptor de inmigrantes se acrecentaría con el abandono de la que fue víctima, por parte del Estado, la colonia alemana del Pozuzo, descrita así en junio de 1860: “…en estado de desnudez por la incomunicación en que habían permanecido más de seis meses por haberse obstruido los caminos con las muchas lluvias…” (Oficio del prefecto de Junín, citado por Juan de Arona en “La inmigración en el Perú”, 1891).


Y cuando Lázaro Cárdenas tendió un puente marítimo entre el exilio español y las costas de México se trató de una convocatoria libertaria que el régimen azteca aprovecharía al máximo desde el punto de vista cultural. Como que en Buenos Aires no habría habido Editorial Losada sin parte de esa cuota de viajero dolor republicano.


Lo que quiero decir, con pruebas, es que en ningún caso del siglo XIX o XX la inmigración europea fue ilegal y a despecho de las voluntades oficiales. Al contrario, si el flujo europeo hacia Latinoamérica no alcanzó las cotas que muchos gobernantes “europoblacionistas” soñaron fue porque la mayor parte de europeos pobres prefirió Nueva York o San Francisco antes que Lima o Buenos Aires.


De modo que cuando el sudaquismo académico nos quiere embarcar en la apología del delito y en el grito “Pendejada o muerte, venceremos”, hay que ser “políticamente incorrecto” para decir lo que pensamos. Que la Unión Europea invoque una ley votada en un parlamento puede ser materia de mil debates y cien mil cuestionamientos. Pero que en esta parte del mundo volvamos a gimotear en nombre de lo ilegal es algo que dice mucho de nuestra costumbre de mirar al costado y culpar siempre a otro cuando algún problema nos sacude.


Porque el sudaquismo omite tocar un tema esencial: esos millones de emprendedores que hemos perdido, ¿por qué se fueron?


¿No es que se fueron porque aquí fuimos incapaces de retenerlos con trabajos dignos, meritocracia vigente, igualdad de oportunidades, educación pública de calidad?


¿Se fueron o los expulsamos con nuestro fracaso económico y social y nuestra incurable corrupción?


Profesamos en Latinoamérica una admiración sin límites por la ilegalidad. No amamos el anarquismo como versión extrema de la libertad y asesinato filosófico del Estado. Lo que amamos es la anarquía, que es su versión policiaca. No hemos entendido que, como se ha dicho mil veces, para ser libres tenemos que ser esclavos de la ley.


LOS EXPULSADOS.


César Hildebrandt comenta hoy en su columna de La Primera respecto a la probable repatriación de inmigrantes hoy ilegales en Europa (tema que motiva la caricatura de Heduardo hoy en Perú 21). «Esos millones de emprendedores que hemos perdido, ¿por qué se fueron? ¿No es que se fueron porque aquí fuimos incapaces de retenerlos con trabajos dignos, meritocracia vigente, igualdad de oportunidades, educación pública de calidad? ¿Se fueron o los expulsamos con nuestro fracaso económico y social y nuestra incurable corrupción?», escribe. ¿No está partiendo Hildebrandt de una concepción del «nosotros» como conjunto de una sociedad implícita e idealmente homogénea? Hildebrandt tiene razón cuando dice que millones de peruanos que emigraron lo hicieron porque fueron prácticamente expulsados del país por las pésimas condiciones de vida, lo cual quiere decir que los que se quedaron son aún más miserables o simplemente se han acomodado bien en el sistema como para sobrevivir. Sin embargo, esto no es exacto. Al margen de las discutibles cifras sobre la reducción de la pobreza y las indiscutibles fallas del «chorreo» neoliberal («chorreo» que tanto celebran los turiferarios), de lo que no habla Hildebrandt es del tema de las remesas y su imprescindible papel en la economía de la región. Porque el mayor ingreso de divisas en el Perú y en Latinoamérica en general viene del dinero que todos los días envían los migrantes a sus familiares y amigos. El argumento basado solamente en la legalidad o ilegalidad del migrante se relativiza con los resultados económicos de la migración. Cito de la introducción del libro The Other Latinos, publicado en Boston el año pasado y en las cifras otorgadas por el BID. Allí también pueden verse los millones de euros enviados específicamente desde España a Latinoamérica el 2006. La cita: «Según las figuras lanzadas por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), los inmigrantes latinoamericanos que residían en los Estados Unidos, Europa, y Japón enviaron 38 mil millones dólares a sus países de origen el 2003 y 53,600 millones el 2005. Estas cantidades excedieron de lejos la inversión extranjera total recibida durante esos años por todos los países latinoamericanos juntos. De los 38 mil millones de dólares enviados el 2003, 30 mil millones se originaron de los inmigrantes latinos y latinoamericanos que residían en los Estados Unidos. Donald F. Terry, director del fondo multilateral de inversiones del BID, ha señalado que hay por lo menos 150 millones de transacciones (las llamadas remesas) de 200 o 300 dólares cada una al año, desde diversos países a 18 millones de familias en América Latina. Las figuras del BID muestran que México recibió 13,300 millones dólares el 2003 y 20,030 millones de 2005; Brasil, 5,200 mil millones el 2003 y 6,410 millones el 2005; Colombia, 3,100 millones el 2003 y 4,120 millones de 2005; El Salvador, 2,300 millones el 2003 y 2,830 millones el 2005; la República Dominicana, 2,200 millones el 2003 y 2,680 millones el 2005; Guatemala, 2 mil millones el 2003 y 2,990 millones el 2005; Ecuador, 1,700 millones el 2003 y 2 mil millones el 2005; Jamaica, 1,400 millones el 2003 y 1,650 millones el 2005, y Perú, 1,300 millones el 2003 y 2,490 millones el 2005″ (15). ¿Qué pasaría con la economía del país si se cortara un importante porcentaje de ese flujo de miles de millones de dólares al año? Esa ley es un intento vano de imponer la pasión política por encima de la cruda y fría realidad económica. Caerá por su propio peso.

MÁS SOBRE LOS EXPULSADOS.


Quien también ha opinado sobre este tema es el narrador mexicano Jorge Volpi, «doblemente dolido al constatar el olvido y la traición de los socialistas». Volpi publicó ayer en El País un artículo titulado «Perder los papeles». «Uno no puede decidir dónde nacer -el jus soli- o de dónde son sus padres -el jus sanguini-, de modo que el acta de nacimiento, el pasaporte y el DNI son instrumentos que el poder impone a los individuos de forma arbitraria: el biopoder denunciado por Foucault. ¿Qué diferencia a un niño nacido en Albacete de padres españoles de uno nacido en Madrid de padres ecuatorianos, aun si éstos son ilegales? Nada, excepto que uno de ellos puede ser enviado a un lugar que ni siquiera conoce y el otro no. ¿Y a un adulto peruano y uno español, ambos con empleos legales en Madrid? Nada excepto que, sin haber cometido delito alguno, uno puede ser internado durante semanas en una cárcel -desterremos el eufemismo un centro de detención- o expulsado del hogar que ha elegido libremente -repatriado- y otro no. Ambos trabajan, ambos pagan impuestos, ambos se ganan la vida. ¿Por qué esta injusticia? Porque a uno le hace falta un papel: eso es todo», escribe. Y enseguida añade: «Todos odiamos las comparaciones con el nazismo, pero ello no impide denunciar la lógica fascista de este tipo de ordenamientos. Ahora nos parece monstruoso que se haya discriminado a los judíos a causa de su ‘raza’: un concepto inventado por el poder para legitimar la persecución. ¿No es igual de atroz discriminar a alguien por su ‘nacionalidad’, otro concepto igualmente arbitrario? […] Duele oír que los socialistas españoles hablen de regular la ‘inmigración legal’ y rechazar la ‘inmigración ilegal’, porque en esta última sólo cabrían quienes han sido arrancados de su país contra su voluntad y, aun en ese caso, la ilegalidad sólo afecta a los tratantes, no a las víctimas».

(Texto proporcionado por César Ángeles).