De Santiago matamoros a Santiago “matasacos”

No, pues, mi querida eminencia. Estamos ante un caso de extrema complacencia con quien no se lo merece. Santiago Roncagliolo es la viva imagen del neoliberalismo en la literatura, de la muerte de las ideologías y del escalamiento internacional gracias a la venta de su pluma por un plato de lentejas. Este producto viviente, elaborado en los laboratorios psicosociales de Alfaguara y El País, ya había sido lanzado cotidianamente por la prensa española como preludio de la gran obra que se esperaba de él. La «literatura de mercado» necesitaba un nuevo rostro y lo encontró en un joven sin escrúpulos, dispuesto a TODO con tal de escalar socialmente-culturalmente-literariamente.

¿Por qué Juan Gargurevich le reconoce algunos valores a la pésima obra de Roncagliolo? El amiguismo, ya lo he dicho, es el peor generador de falta de objetividad. Recordemos que el padre de Santiago Roncagliolo, desde sus recorridos palaciegos (velasquistas) y pasando luego por el PSR, ha sido muy afín con la prédica del PCP-U y sus alianzas electorales post-dictadura. Lo mismo ocurriría, tal vez, con algún descendiente de Filomeno si es que se dignase a escribir y a pasarse al ala vargasllosiana, como intelectual orgánico de la derecha literaria.

Y el amiguismo rinde tributo a todo lo injustificable. Por ejemplo, si tratásemos de sacar en blanco y negro a Gustavo Espinoza Montesinos, haríamos referencia a su oposición al paro nacional del 19 de julio de 1977, con el cual sí estuvo de acuerdo el papá de Santiago Roncagliolo. Pero nos sorprenden con una histeria, no historia, acerca del encuentro entre don Gustavo y el tío Guzmán. Increíble, pero injustificable. Ni siquiera por ficcionalidad literaria.

En una presentación pública, el «exitoso» Santiago mata-indios, declaró: «… mi padre quiso cambiar el mundo y lo único que consiguió es que el mundo nos agarre a palos». Recuerdo el rostro iracundo de mi hija, quien sí sabe por experiencia lo que es el apaleamiento crónico de la familia de un militante, mirando-escuchando-abominando el exagerado juicio del hijo de un reformista burgués, sacando comparaciones de lo que nos había sucedido, de las cicatrices indelebles que deja la persecución y el exilio, de los atentados personalísimos, etc., comentó que ese hijo, jamás había conocido las consecuencias que acarrea un padre proscrito. La tranquilicé contándole que al viejo Roncagliolo no se le puede acusar de intentar cambiar el mundo, sino de buscar un rostro humano a la explotación capitalista; que lo mismo quiere decir reformismo; que por coincidencias significativas se alía con el revisionismo. Pero mi hija fue más objetiva y cerró la conversación diciendo: «… si su padre hubiera sido un revolucionario, él no tiene derecho de criticarlo en público».

Ahora pasemos a Abimael Guzmán visto por los ojos miopes de Santiago mata-indios. El mencionado inescrupuloso de la literatura no se acerca ni siquiera a prudente distancia del fenómeno descrito. Inventa, especula, tergiversa. Tal vez pueda convencer a incautos, desinformados, ignorantes o simplemente jóvenes que por su edad no conocieron la guerra. La historia del camarada Gonzalo en la pluma de Roncagliolo constituye una befa. No resiste la menor confrontación objetiva con la historia y mucho menos con el perfil del personaje. Se trata, como lo reconoce su antiético autor, de un encargo de la editorial castradora de talentos para monopolizar el discurso narrativo sobre la violencia política que vivimos los peruanos durante dos décadas. ¿Monopolizarlo para quién?, me pregunta el tío Mamerto. Le respondo que lo pretende monopolizar una tendencia que liquida la significación política de la guerra interna, que elude las grandes causas estructurales de la violencia y que caricaturiza a aquellos que pretenden cambiar el mundo, tal como Santiago Roncagliolo, desproporcionadamente, hizo con su padre en aquella conferencia.

Abimael Guzmán Reynoso, el camarada Gonzalo, tiene muchos alabadores y liquidadores. En lo único que nos ponemos de acuerdo es que se trata de un caso que merece todos los rigores del oficio, los sacrificios de la investigación seria y (¿será posible?) la mayor capacidad de objetivación. Así como un orangután no puede rearmar un reloj suizo ni desactivar una bomba de tiempo, Santiago Roncagliolo está discapacitado para cumplir con un desafío de esa envergadura. El libro es una tomadura de pelo y un atentado de lesa cultura.