«Si no vives para servir, no sirves para vivir»
es el lema de los blogs de Julio Carmona (Editados con la colaboración de Juan Víctor Alfaro):
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Como privilegiado propagandista de la guerra, Mario Vargas Llosa no se opone a las invasiones y a las conquistas per se. Vargas es un humanista de profundas convicciones. Cree en la libertad y la democracia. Lo que quiere es que cualquier aventura bélica que se ponga en ejecución se humanice como es debido. Si tras la intervención, la conquista o colonización que sea, se abren en el país marcado por la muerte promesas de adelanto, autopistas, discotecas, salones de belleza y clínicas de veterinarios; y a los salvajes o bárbaros a los que se vino a rescatar de su miseria se les trata bien y se les ayuda a salir de los sátrapas que los tenían en el atraso, Vargas no ve ningún inconveniente en apoyar la gestión filantrópica de la civilización que él no llama imperialista.


Vargas es de los buenos. Defendiendo la robusta tesis de que los invasores gringos están en Iraq para democratizar a aquella nación, Vargas se ha visto precisado a resucitar las hazañas de un imperialista casi tan bueno como él: David Galula, un héroe de la contrainsurgencia que luchó a cojón partido por castrar las revoluciones malas en varios escenarios del Tercer Mundo hace ya medio siglo. Nos dice el “jefecito” transnacional peruano en uno de sus más arriesgados panfletos políticos, que tácticas como las ideadas por el osado Galula han sido puestas en vigor por el general estadounidense David H. Petraeus en Iraq con resultados exultantes.


Aquí no exaltamos el valor de Galula o Petraeus, militares al fin; lo que exaltamos es el valor excepcional de Vargas, uno de los pocos genios literarios del mundo que ha tenido la audacia de echar todo su prestigio detrás de una encomiable aventura carnicera. Su escalofriante artículo, Una insólita historia de guerra (El Nuevo Día, 3/feb./08, reproducido de El País) es una amenaza emocional contra todo lo que late a escala planetaria. Después de hacer la certera apología de los métodos contrarrevolucionarios de control que Galula hizo famosos, el consagrado novelista concluye con una condecoración del Rambo francés que se inmoló por la civilización occidental. En ese beligerante asalto de papel Vargas nos dice que si la agresión estadounidense al pueblo de Iraq terminara en “un país pacificado y sin sátrapas”, él espera que a alguien se le ocurra la graciosa idea de sugerir que una calle o una plaza iraquí lleve el nombre de David Galula. Hay que ser agradecidos con los salvadores que nos agreden, y con los profetas de los salvadores.


Sin duda que esa idea de premiar a los invasores con el nombre de calles o plazas es de quilates, y no por inédita. Debemos reconocer que en una cosa no falla la intuición poética de Mario Vargas Llosa: en el mundo ha habido y hay muchos sátrapas; pero los sátrapas impuestos alrededor del mundo por el imperialismo democrático de Inglaterra, Francia y Estados Unidos (el Cha de Irán, Idi Amín, Ferdinand Marcos, Pérez Jiménez, Machado, Batista, Duvalier, los Somoza, Pinochet, Trujillo…) han sido muchísimo mejores que los sátrapas que el humanismo imperialista ha depuesto o ha intentado deponer. Sin duda.


La generosidad de Vargas para con los invasores que vinieron a salvar a países «ensatrapados» es infinita. Y no estaría mal que, una vez las cenizas de la primada civilización que creció a las orillas del Éufrates y el Tigris vuelvan a su sitio, a alguien se le ocurriera también la magnánima idea de bautizar alguna ruina de un palacio de Iraq con el nombre de este fabulador famoso. Un ejemplo sería: «Polvorín Mario Vargas Llosa», «Clínica de terapia emocional “Las visitadoras”» o «Centro de masajes la Malpapeada», en el mismísimo corazón de Basora o Bagdad.


Vargas Llosa es todo diente pelado con algunas invasiones. Lo que no sabemos es si quiere premiarlas a nombre propio, del de sus víctimas o del de los fabricantes de armas y los mogules del petróleo. Tampoco sabemos si su ideario humanista podrá cumplirse un día, ya que puede ser que pocos iraquíes tengan un corazón tan desprendido como el suyo. ¿Ponerle el nombre de una plaza a un genocida venido de Las Ventas?


Quienes estamos al otro lado de la muralla ideológica y las bondades del autor de La niña mala, no condecoramos ni a sátrapas ni a invasores. Lo que queremos es que la guerra termine ya; que el pueblo iraquí pueda retomar el curso de su vida imperfecta (la única normal); que pueda enterrar en paz al millón de cadáveres que dejó la misión filantrópica defendida por Vargas; y que a esa calle o a esa plaza que menciona en su brillante panfleto del domingo el cadete que los sábados de alguna edad dorada jugaba fascinado a la guerra, se le ponga el nombre de una de las mujeres o de uno de los hombres que ayudaron a liberar a Iraq de pensamientos tan beatificados como el suyo.


Vargas adjetiva «insólita» la historia de una biografía mercenaria que él considera heroica. Pero hay fenómenos más insólitos que ese. La evolución de su conciencia es un caso más que insólito. Recordamos vívidamente cuando en un taller informal en el «Proyecto Piloto» (1967), el artista Antonio Martorell (uno de nuestros maestros) nos soltó su apreciación sobre el panorama político-literario latinoamericano de entonces. Me acompañaban Hans, Efraín y Raúl. El escritor más radical de esta América —dijo Toño— se llama Mario Vargas Llosa.


Era una conversación muy pasajera, muy “a lo loco”, como suelen ser las mejores charlas. Pero las circunstancias y los individuos cambian. Todos hemos cambiado. ¡Y cómo!


El Vargas de ahora favorece un método de penetración político-militar que no altere los parámetros de civilidad y buen gusto dictados por el occidente hegemónico. Esto es progreso.


Pero, ¿quién es David Galula, el nuevo héroe de Vargas el ex radical? Contrario a Vargas, David Galula es un ex represor. El objetivo del teniente general del ejército francés David Galula era controlar la población nativa levantada en armas en las colonias del imperio. Pero su afán no era controlarla a tiro loco, sino desde adentro de las propias aldeas, de tal modo que éstas continuaran siendo leales a la Francia eterna. ¿No es esto hermoso?


Vargas no levanta objeciones al plan colonialista de Galula. Francia tiene derechos que los nativos no tienen. Vargas aplaude la inteligencia monumental de este buen imperialista que quiere someter a los alzados, gente que debe estar equivocada, cuyo cerebro debe haber sido lavado por ideologías soviéticas o maoístas. La visión de mundo de Vargas no da para cuestionar al dios civilizador francés. El ingenioso plan ideado por Galula se propone hacer aparecer la Conquista a los ojos de la población intervenida como algo benigno, conveniente para ella. Un dispensario médico aquí, una escuelita allá… Es lo que podríamos llamar con sonrisa Colgate pacificación a cuchillo de palo. Un modelo de opresión diseñado por ángeles de la Compañía Suprema.


Pero otros oficiales franceses no tenían la sensibilidad humana del “antropólogo guerrero” que quiso ser Galula. Mientras sus experimentos en controlar la población surtían efectos regionales limitados, en el amplio escenario de la guerra de Argelia las atrocidades de ambas partes seguían su curso; y las confesiones se les arrancaban a los prisioneros conjuntamente con la lengua. Este era el modo más expedito de obtener valiosos filones de “inteligencia”. La verdad es que la guerra escalaba, y llegó el momento en que el terror no era suficiente. Y las extensas matanzas perpetradas por el ejército francés no lograban amilanar a la población argelina. Todo lo contrario. De la colonia leal, casi mortecina que había sido unos años antes, Argelia había saltado en un par de años a ser una olla en ebullición. Y en 1960, el presidente jirafa Charles de Gaulle, corriéndose el riesgo de ser tachado de antipatriota por sus propios conciudadanos, tomó una decisión impopular pero rotunda. Recogió velas y dio por terminada “la misión civilizadora” de la Francia benévola.


Para Galula, el fin justificaba los medios, pero de un modo harto distinto al empleado por la casta militar tradicional a la que tan acerbamente él criticaba. Ésta quería una victoria militar a cualquier precio, eliminando físicamente a los insurgentes del Frente de Liberación Nacional. Para aquélla, la victoria en cada batalla se medía a base del número de bajas causadas al enemigo. Galula opinaba que esa concepción aritmética de la guerra era una estupidez; que si el problema no se resolvía en sus raíces, los rebeldes seguirían multiplicándose como ratas u hongos. Tenía razón, pero la suya era una razón imperialista. El fin suyo era básicamente el mismo que animaba a los demás oficiales que subestimaban y ridiculizaban las tácticas avanzadas por él. Pero tanto él como ellos perseguían un objetivo común: hacer que Argelia siguiera siendo colonia francesa. ¿En qué se diferenciaban? En los métodos.


Represor encubierto (de curvatura peligrosa), Galula opinaba que el ejército tenía que convivir con la población civil, incorporarse al latir de cada comunidad, conocer a todo el mundo, involucrarse directamente en la solución de problemas apremiantes (hincar pozos de agua, construir hospitales, escuelas…), hasta que los moradores dejaran de ver a los soldados franceses como a extraños invasores. Del grupo de simpatizantes que éstos consiguieran como aliados, saldría la base de apoyo local, inamovible, que iría poco a poco expandiendo su influencia hasta eliminar de raíz el cáncer de la subversión. ¡Excelente movida ajedrecista! El humanismo puesto al servicio de un plan maquiavélico: preservar el colonialismo, haciendo aparecer la opresión como un maná.


De su dura experiencia argelina, el soldado blanco/cristiano/occidental que fuera David Galula extrajo materiales de primera mano para poner en orden un manual anti/insurgente, Pacificación, que ha servido de verdugo de la insurrección en el propio Perú de Vargas Llosa.


Con otras experiencias recogidas en otros escenarios del Tercer Mundo (la China, Vietnam) en los que tuvo que haber fungido como asesor mercenario, Galula estaba ya listo para presentar una más refinada concepción de sus afanes imperiales. Para comienzos de la década del sesenta del pasado siglo daría a la publicidad la obra que lo ha hecho famoso entre los cráneos helados de la CIA y en todos los conciliábulos de poder atados a una visión eurocéntrica de dominación. Nos referimos a Teoría y práctica de la contrainsurgencia, que el genio radical de Vargas Llosa se ha matado aplaudiendo.


Dialéctica de «perros». A los ojos del liberal humanista con residencia en el jet set del Primer Mundo, Galula es el héroe epónimo por excelencia, el Anti-Che Guevara de la contrarrevolución. El Galula de Vargas es lo que el Guerrillero Heroico representa para las muchachas y los muchachos malos (los peludos) que se encuentran al otro lado de la visión de mundo del más comprometido de los escritores. Atrás quedó el «Poeta». Su convulsivo artículo es puro «Jaguar», un modo de imaginar la vida como ejercicio de poder aplastante, en el que las naciones débiles (las nuestras, mi querido Varguitas) harán el papel del «Esclavo».


Vargas defiende con argumentos sólidos sus originales ideas reaccionarias. Su candidez me gana. Es la que me advierte que cada cual se identifica con sus héroes, y esa identificación es una forma de lenguaje, un modo de estar en el mundo. Y nadie es neutral ni inocente.


Antonio Martorell no se equivocó al soltar su intuición en 1967. Vargas era, Vargas sigue siendo, el escritor más comprometido de la América Latina. Solo que ahora lo hace al revés, patas arriba.


Defender a Francia está bien. ¡Está muy bien! Yo también la defiendo. Soy un discípulo desobediente de la Ilustración y de la Revolución francesa. Pero… y a Argelia, ¿quién la defiende? ¿Y la esclavitud internacional de unos Estados por otros, también llamada colonialismo? ¿Le importa a Vargas Llosa un bledo que desaparezca o no el colonialismo?


Hasta ayer yo había vivido en el engaño de que Vargas era amigo de los puertorriqueños. Eso me habían jurado mis fuentes locales, que lo adoran. Su artículo “Una insólita historia de guerra” ha resultado ser (para mí) una cura. Me ha arrancado las vendas. Esto es lo más que agradezco de su contrainsurgente pluma. Ahora sé que de quienes Vargas es amigo de verdad es de los anti/puertorriqueños que aquí apoyan las fechorías de héroes como Galula o Bush.


Ningún escritor, príncipe, dictador o mendigo puede reclamar para sí el compromiso de ser amigo de los puertorriqueños mientras, al mismo tiempo, defienda al colonialismo en alguna parte del mundo. Esa insólita lealtad es la misma de quien se jacta en decir ser amigo del Perú y —por otro lado— eleva a la gloria las hazañas genocidas del general Ríos Montt contra las poblaciones indígenas de Guatemala. ¿En qué quedamos?


Galula y el fervor vargallosiano no vendrían a cuento si no fuera porque ahora la cabeza militar más alta del ejército estadounidense, David H. Petraeus, ha hecho resucitar las tácticas del ambicioso colonizador que quiso ser maná y fue derrotado por la terquedad argelina y la ceguera de su propio ejército. Pero eso no sucederá con Petraeus, discípulo confeso del buen imperialista francés tan elogiado por el candor delirante del ex cadete Mario Vargas Llosa.


Con entrecejo colérico, con entrecejo casi cardíaco, con entrecejo como un petardo a punto de estallar, la cabeza gigante y la «cristina» enana, pasa el Bugs Bunny (Vilela, 2003) de la séptima promoción del Colegio Militar Leoncio Prado.

[Juan Manuel Rivera Negrón, poeta y ensayista puertorriqueño, autor de: Poemas de la nieve negra (1986), Estética y mitificación en la obra de Ezequiel Martínez Estrada (1987) y de El planeta prohibido (2004)].

Tomado de la revista digital Mediaisla.